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Mostrando entradas de enero, 2010

El poeta (y 5)

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Querido Vlado, Recibí esta mañana tu telegrama de felicitación desde Zagreb y me causó una emocionada sorpresa. Siempre es gratificante recibir una cordial felicitación de un viejo amigo, doblemente viejo, bien a mi pesar, pues hace demasiado tiempo que no me reconfortan tus buenas noticias ni siento como propias tus contrariedades. A pesar de tal circunstancia, quiero pensar que Maja y los niños se encuentran bien, y que todo ello redunda en tu dicha. Intuyo que la nueva que me ha traído a París la has conocido a través de los periódicos, del mismo modo que tu vida política se entromete muchas mañanas en mis desayunos. Ya sabes el pudor que me causan todos estos parabienes y la atención que de vez en cuando me dedican los periodistas. Sin ir más lejos, hace unas horas he concedido una entrevista a una muchacha para un conocido medio francés, y es posible que a estas horas mis palabras y palabrotas estén siendo calcadas por el ritmo frenético de la imprenta. Me río de este inesperado

El poeta (4)

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Hay un palmo de nieve orillada en las aceras y tú sigues en el fondo del escenario ensayando sin darte un descanso tu danza de los hombros. Tus pies, que tantas veces han ardido hollando las arenas de los eriales, tienen miedo a la nieve. Tranquila, no temas, aquí no te pasará nada. La nieve golpea frenética las puertas y las ventanas, pero aquí estarás siempre resguardada del bocado gélido y blanco. Los ojos de Vlado y los míos están expectantes; quisieran recoger y besar tu cabeza que baila sola y a ratos parece que se descoyunta, como la cabeza del Bautista, tú, que ahora ensayas a Makeda para el maestro Petrolini, que nos deja observarte, agachados en el extremo del proscenio. Imagínate ahora que estás en brazos de un poeta de veinte años, que no tiene dinero pero muchos cuentos le rondan la cabeza. Que ha vivido con un hondo sentimiento golpeándole desde que te vio del brazo de su maestro italiano, un poeta fracasado que ha estado subiéndote a todos los escenarios de Europa con un

El poeta (3)

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Yo nunca quise luchar por mi patria. Yo quería que algo fuera mío bajo el cielo. Ya desde niño comprendí que las bardas que protegían mi casa la hacían ajena al vecino, y hasta al Sumo Pontífice, si la reclamaba. Sin embargo, el mullido vientre del valle, el celaje y las estrellas todas nos pertenecían a todos. Confieso ahora que estuve engañado desde el principio, que no dejé nunca en paz ni el valle, ni el cielo ni las estrellas con mi codicia abusiva y, de esta forma, las humillaba y, humillándolas, me rehusaban. Pero, en desquite, he de decir que no tuve yo toda la culpa de aquel enorme desatino que había de durar hasta las puertas de mi vejez. Muchas de las gentes que se cruzaron en mi camino me confundieron aún más, aunque sin sombre de mala intención por su parte. Desde joven mis padres me prevenían, y cada tarde al cenar me recordaban que mi destino de estudiante estaba en Milán. A los dieciséis años marché de allí con el corazón abarrotado del que va a la conquista de los mayo

El poeta (2)

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- No te detengas, Beatrice, no te detengas... Llevaba los ojos vendados. Mis pies y las dunas de aquel desierto inenarrable que me ardía en las plantas, y su cuento de resisitir o morir. No quería que me quedara ciega. Bajo aquel sol relumbrante, que era un riesgo añadido para mis ojos, me conforme con que me acariciaran los párpados la seda fresca de un pañuelo. - No te detengas, querida, sobre todo no te detengas... Estábamos dejando atrás a los soldados y la refriega brutal que habían organizado sus compañeros, y yo me sentí la favorita otra vez, la elegida por el caballero que me venía a rescatar de entre el fragor de las armas, valiéndonos de las piernas veloces para dejar atrás el desastre. El Negus nos estaría esperando en Roma, salvado él también de la estampida, porque todos los caminos se reúnen allí, y allí mismo encontraría, después de la dulce ceguera, al Negus en su palacio de primavera para volverle a deleitar de nuevo con mi baile de hombros. Pero no podíamos volver atr

El poeta (1)

"En sus limbos mi alma quizá recuerde algo, Y entonces en ti mismo mis sueños y deseos Tendrán razón al fin, y habré vivido." Luis Cernuda Ahora que nadie nos escucha, entre usted y yo, no sabe el estupendo Beaujolais que nos han servido en el banquete de homenaje, qué aroma, qué cuerpo, parece mentira que tenga que estar en París para degustar nuevamente ese caldo, le digo ahora mismo que aunque soy normalmente buen chico y me suelo contener, esta tarde no he podido resistirlo y en esta ciudad, entre el calor de viejos amigos, habiéndonos deleitado en el yantar, hemos, ¡qué digo "hemos"!, he perdido la noción de toda cosa y de toda responsabilidad en uno mismo, y me he perdido en la ensoñación del vino... Sí, sí, ríase, no crea que exagero, aquí donde me ve, a punto de los honores y los tributos, guardo en mi cámara la única satisfacción de unas copas y de la amistad, me abraso en el vino la violencia de las peleas , decía el gran Horacio, otro catador, poeta para

La convalecencia (y 3)

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Estaba en el centro del patio y subía a la inmensa cúpula un olor extraordinario de raíces y tubérculos mientras la lluvia caía con reciura sobre el mundo. Aquellas lanzas no herían como las del Sol; eran cordiales y besaban en vez de alancear. Creaban un hondo silencio en las cosas y una inefable apreciación de límites que se volvía fiebre y anulaba, de alguna forma, la muerte. Me vi de repente con una azada en la mano y un influjo de ebriedad preludiaba una felicidad inminente. Mis pechos arrugados querían abolirme por fuera y por dentro, y mi vientre sólo me procuraba indigestiones. Decidí acabar con aquel tronco y derribé con él la invasión mortífera del termitero en mi vida. Todo en el sueño cantaba una profecía metálica de piedras que atesoraban en su seno el Sol del mediodía y los chubascos de las madrugadas. A partir de entonces un bruñido fusil de plata formó mi columna vertebral, que iba de mis caderas a mi cráneo dotando a ambos del irresistible poder de la metralla. De nuev

La convalecencia (2)

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Mientras, en el patio, derribado mi cuerpo por el embate de la azada, se erguiría de nuevo y rejuvenecido, robusto y veloz dejaría entrar por su cuello decapitado el terrible calor solar y el fresco del atardecer, echando a correr con velocidad de guepardo hacia los cafetales, con la azada del sacrificio en la mano hasta encontrar a los jornaleros tostados entre el bosque de cafetos, y a Bunya entre ellos, hundida en el sudor de aquella tarde liberadora, dispuesta a ofrecer también ella su cuello a mi azada como el cuello de todos los exhaustos jornaleros que desgranaban los cafetos bajo la monarquía agreste del Sol. Y una vez consumada su decapitación, se multiplicarían las azadas como los granos violentos de café y removeríamos ansiosos la tierra madre para encontrar en su seno todos los hijos muertos por los demonios, todos los hijos altísimos y fuertes de tierra nutricia saltarían desde el fondo de sus zanjas a los brazos adorables de los padres decapitados. Allí encontraría a Zubi

La convalecencia (1)

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Hace ya varios meses que los de Nyagatore no pasan por aquí. Hasta abril todo era distinto; las familias se reunían en esta casa y pasaban la tarde cantando y comiendo, y dando gracias al cielo por las bendiciones recibidas, por el agua, los hijos y la dicha. Yo, postrada en mi cama, era entonces el centro de la fiesta como lo soy ahora de esta soledad. Los niños se acercaban a la orilla de mi lecho y me obsequiaban con lirios blanquísimos; las niñas colgaban en el cabezal diamantes y casiterita; y las madres me cubrían con sus vestidos festoneados y de colores vivos y cantaban, con la más pura y alegre de sus voces, cánticos encendidos de alabanza. Todo esto ya no existe. De vez en cuando se acercan tipos desconocidos, de cara torva y no muy buenas intenciones. Entran y salen de esta casa como animalillos curiosos y extraviados, y toman del cobertizo azadas, machetes y martillos que los vecinos han ido dejando con desidia en esta casa, ignorando que aquí dentro aún resiste un alma. No

Fabio

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No le esperaban, pero ella sabía que era él. En el umbral de la puerta toparon las puntas de sus flamantes zapatos. Era él, no había duda. Dos avisos del encuentro de sus zapatos Cerruti con la mole de madera que danzaba en sus goznes desde hacia al menos cuarenta años hicieron sonreír a la madre desde el lavadero. Las puntas de los zapatos, como el puño impaciente de un crío sobre la misma impávida madera, no defraudaron jamás su intuición. Bastaba con acercarse a la puerta mientras se secaba las manos en el mandil, o se acicalaba el pelo, o mandaba callar cualquier murmullo sin conseguir reconocer el bulto humano a través de la mirilla del que ya sabía de antemano que esperaba a que la lápida de la cueva se abriera, resiguiendo con un dedo la trayectoria de los anillos de la madera. - Es Fabio. La satisfacción menuda de un nuevo acierto se hizo abrazo de madre reconocible. El pelo recogido, los brazos nudosos, los dedos siempre arrugados, artríticos, las encogidas piernas de la madre