Clase de danza.
De vez en cuando el señor Malenchot suele invitar a sus clases de ballet a un señor de unos cuarenta años, serio, alto, apocado, que toma asiento discretamente en un rincón de la ancha sala de baile. Las jóvenes alumnas de Malenchot consumen seis horas diarias esforzándose en perfeccionar cada uno de los pasos del ballet que están ensayando exigentemente con motivo de la visita del zar a París, y no debe procurar nadie, y menos el venerable maestro, que quede alguna duda sobre la tenacidad y brillantez de los bailarines parisinos ante los ilustres invitados. Therese ha comentado a su madre en varias ocasiones las eventuales visitas con las que el desconocido, que ni siquiera se toma la molestia de presentarse ante las respetables señoritas, parece honorar a su instructor. Llena dos o tres cuartillas de un pequeño cuaderno con trazos peregrinos, y en los pocos momentos de asueto en que cesa de retumbar en la habitación la voz cavernosa y autoritaria del viejo, las niñas no reprimen un f