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Mostrando entradas de junio, 2009

Clase de danza.

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De vez en cuando el señor Malenchot suele invitar a sus clases de ballet a un señor de unos cuarenta años, serio, alto, apocado, que toma asiento discretamente en un rincón de la ancha sala de baile. Las jóvenes alumnas de Malenchot consumen seis horas diarias esforzándose en perfeccionar cada uno de los pasos del ballet que están ensayando exigentemente con motivo de la visita del zar a París, y no debe procurar nadie, y menos el venerable maestro, que quede alguna duda sobre la tenacidad y brillantez de los bailarines parisinos ante los ilustres invitados. Therese ha comentado a su madre en varias ocasiones las eventuales visitas con las que el desconocido, que ni siquiera se toma la molestia de presentarse ante las respetables señoritas, parece honorar a su instructor. Llena dos o tres cuartillas de un pequeño cuaderno con trazos peregrinos, y en los pocos momentos de asueto en que cesa de retumbar en la habitación la voz cavernosa y autoritaria del viejo, las niñas no reprimen un f

Las palabras públicas.

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Están ahí. Sabemos que nos pertenecen, y sentimos entonces el halago del amo que dispone libremente de lo que tiene cuando le apetece. Por lo pronto no nos molestan ni nos incordian con su silencio, porque son fruto de nuestra voluntad a la que obedecen con pasmosa fidelidad. No son, por así decirlo, polvo sobre las cosas que vemos y a las que damos notoriedad inmediata por el lenguaje, ni ceniza que resulta de algo consumido hasta la inexistencia. No queremos marginarlas ni queremos pensar siquiera en prescindir de ellas, ni mucho menos en abolirlas. A pesar de todo, y según la cuerda y la disposición que les demos, nos dejan por taciturnos, locuaces, tontos o sensatos ante el personal. Han saltado al escenario, han indicado sin reparo que esta boca es mía y que forma parte de un conjunto humano que ahora debe de justificarse, corregirse o reafirmar lo que ha dicho según la fuerza y el alcance que hayan conseguido sus vocablos. Nos han desnudado y ellas, a fuerza de presencia, se han

Correspondencias.

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Erasmo, en el Elogio de la locura , y más tarde Montaigne, en el primer libro de los Ensayos, coinciden en fustigar la acomodaticia costumbre de la sabiduría que no tenga una finalidad práctica y concluyente en cada ámbito de la vida cotidiana. Tacha Montaigne de "afeminado sedentarismo" esa costumbre de embotar la mente con los más fatuos teoremas y no dedicar el vigor corporal e intelectual al esfuerzo por un bien común al servicio del Estado. Por su lado, Erasmo cree necesaria una vocación pragmática de la inteligencia para frenar la constelación de sistemas lógicos y laberínticos con los que la escolástica habría viciado mentes prósperas en una despiadada dedicación a los debates sobre las más estupidas finalidades, formando una turba de ineptos charlatanes y desvergonzados pedantes; y al fondo, como sucede en estos casos, la barbarie poderosa. La necesidad de una finalidad práctica de la intelectualidad humana fue uno de los requisitos principales de la cultura renacenti