El poeta (3)


Yo nunca quise luchar por mi patria. Yo quería que algo fuera mío bajo el cielo. Ya desde niño comprendí que las bardas que protegían mi casa la hacían ajena al vecino, y hasta al Sumo Pontífice, si la reclamaba. Sin embargo, el mullido vientre del valle, el celaje y las estrellas todas nos pertenecían a todos. Confieso ahora que estuve engañado desde el principio, que no dejé nunca en paz ni el valle, ni el cielo ni las estrellas con mi codicia abusiva y, de esta forma, las humillaba y, humillándolas, me rehusaban. Pero, en desquite, he de decir que no tuve yo toda la culpa de aquel enorme desatino que había de durar hasta las puertas de mi vejez. Muchas de las gentes que se cruzaron en mi camino me confundieron aún más, aunque sin sombre de mala intención por su parte.




Desde joven mis padres me prevenían, y cada tarde al cenar me recordaban que mi destino de estudiante estaba en Milán. A los dieciséis años marché de allí con el corazón abarrotado del que va a la conquista de los mayores trofeos. ¡Qué maravilloso es el mundo del joven! Va por su sueño como por un ancho campo desde el que se divisa un fulgor supremo, un sueño que no es mentira, sino pábulo, ejercicio cotidiano que le ayuda a remontar, para jamás hundirse...!




Yo llevaba bajo mi brazo Il piacere de Gabriele d'Annunzio, que devoré durante aquel lejano trayecto en tren. Desde la primera línea, aquel poderoso libro me arrebató. Los amores del Conde Sperelli, su cortesía y sensualidad con las mujeres me gritaban hondamente las virtudes de los grandes amantes. De alguna forma, intuia, y no estaba muy lejos de la verdad, que aquel Sperelli era el mismo d'Annunzio, y fue ver en su trasunto al maestro en pos del cual iba y cuyo encuentro no debía demorar más.




Tardé apenas dos tardes desde mi llegada a Milán para hallarme cerca de él. El corazón hervía de impresión: dios resurrecto iba a rondar la ciudad en la que aprendía a valerme por mí mismo. Cada noche, en una pequeña buhardilla que tenía alquilada en el Quartiere Feltre, leía entusiasmado sus versos, declamaba para mí su teatro, ojeaba ansioso las gacetas en busca de alguna reseña en la que publicaran de nuevo el elogio de cualquier periodista, un clamoroso éxito de algún estreno suyo, un artista extranjero que se inspirara en alguna de sus obras y lo reconociera orgullosamente. Me acostaba con el alma encendida y no lograba conciliar el sueño, acosado como estaba por tantos deseos de éxito, por tantos presagios extraños que parecían escritos en los libros del maestro para ser cumplidos en su propia vida, él, cuya obra me parecía entonces la más sincera demostración de toda su experiencia, hecha de amores delicados, de triunfos gloriosos, de elogios propagados con toda justicia. Él, emperador del más alto predio que existir pudiera, que es el de los sueños y el de la belleza, para quien estaba reservada sin mácula toda la felicidad de la vida.




Aquella tarde los aledaños del teatro Manzoni estaban atestados de gente elegante. Todo aquel gentío, mundano y apuesto, se encontraba allí por él y gracias a él. No tardó en llegar el cumplido anfitrión a su citas con sus amigos y su público. Salía de su berlina e inmediatamente puse ojos evocadores, nariz de prestancia, espaldas altivas, porte gallardo y perfume tónico al conde Andrea Sperelli, al amante de las dos Beatrices, al motivo humano por el que se rendían al unísono tantos aplausos y vítores en aquel momento de su epifanía. Turbado y enamorado, me dirigí a aquel polo del campo magnético sobre el que giraba mi universo todo. Quería rozarle el abrigo, adevrtir el color de su chalina, el aroma de su cuello, la cera que ornaba las puntas de sus bigotes de dandy, sentir al fin los matices increíbles de su aura. No pude sino dirigirme a él aprovechando el momento de un silencio decisivo.




- Me llamo Enzo Petrolini, y soy poeta.




Como el creyente sorprendido en la oración por una iluminación súbita, aquellos ojos afortunados se contrayeron por virtud de la sonrisa más gentil que en mi vida he vuelto a ver. Y el corazón, no repuesto aún en su océano de beatitud, comulgó en seguida en la comunión de una mano de dedos largos y finísimos que estrecharon mi mano olvidada.




Volví en mí por un segundo y recuperé mis palabras para enmendarlas.




- Enzo Petrolini, siempre a su servicio, mi maestro.




Aquella noche la pasé vagando por las calles milanesas, como el que se ha visto poseído por un arrebato mesiánico y necesita comunicarlo de un confín al otro. Tenía la alegría calcada en el rostro y erraba colmado de alegría por aquella Jerusalén dormida. No estaba lejos del trastorno, y quien aquella noche me juzgara loco no hubiera pecado de exagerado.




Al día siguiente decidí conocer la bohemia. No podía perder más tiempo. Las tertulias, los diarios, los manifiestos, los distintos caleidoscopios donde espejeaba la belleza en sus distintas formas esperaban que mi voz juvenil se pronunciara. Creí que me llamaban de todos los lugares, que tras las puertas de los ateneos, en los más selectos teatros, en los diarios más polémicos estaban esperando con avidez mis versos, el atronador y titánico mundo de mi imaginación.




Pronto conocí a camaradas con mis mismas inquietudes moduladas y embriagadas por el mismo numen venerable del que procedían todas nuestras energías. Recuerdo a Marinetti, entusiasmado por los ideales de d'Annunzio, proclamar a voz en grito desde lo alto de un arcón que había llegado la era de la conquista del mundo, que el hombre no existía si no era para colmarlo de gozos y gigantescas ilusiones de poder, porque había llegado al estado en que podía desafiarse a sí mismo, a su entorno y a toda la Naturaleza. Nos creímos pronto una raza de semidioses ungidos por la ciencia y la tecnología. Un motor de reacción, las detonaciones explosivas nos exaltaban más que los antiguos perfumes o los dinteles griegos, porque en ellos radicaba la temeridad o la violencia, a cuyos pies, claudicando, reconocíamos diáfanamente a quien estaba reservado el dominio del mundo.




En los cafetines, subidos a las sillas ante los sorprendidos parroquianos y los adocenados burgueses, compartíamos nuestros versos, discutíamos sobre Nietzsche, estrenábamos a Strindberg y a otros que mostraban sobre su frente la fiebre ineludible de la profecía. El mundo tenía que ser destruido, porque todas sus bases eran viejas y lo viejo resultaba hediondo. El impulso del joven era justificado siempre, y en él se consagraba lo absoluto. ¡Qué de fábulas y versos preñados de consignas que animaban a templar las armas en los cuarteles para un asalto bárbaro escribíamos entonces, mientras corría por nuestra garganta la muerte líquida de la absenta! Queríamos asesinar a los catedráticos, vapulear el trasero pedantesco del académico, escupir y desollar al arcaico moralista, barrer de la faz del mundo la enfermedad y el desaliento...retóricamente, si bien en el fondo de nuestra esperanza anidaba feliz la proximidad de una conflagración universal que nos liberaría a todos y en la que pronto deberíamos batirnos con nuestra suerte desnuda contra todas las lacras que amenazaban nuestro ideal. Si todo estaba de nuestra parte, ¿por qué esperar? Y a lo peor, ¿por qué callar, por qué no anunciar por todos los rincones de la gusanera que sólo la violencia que mordía los pechos de las anónimas multitudes, que avanzaba por ls continentes, salvando las fronteras, con cadenas en las manos, sólo ella era nuestra rectora?




Eran días de éxtasis, de alegría desbordada en cualquier reunión y en cualquier familia; y, sin embargo, en el momento del silencio, en la soledad de cada uno en la cámara particular preludiábamos cómplicemente el advenimiento de una tormenta fatal.




Por entonces ninguno de los laureles que yo creía reservados para mí ceñía mi cabeza. Malvivía y pasaba épocas de una miseria atroz, noches en que el estómago vacío me espoleaba con el insomnio y se apoderaban de mí horrendas visiones de catástrofes en violentos colores. La mirada perdida se posaba en ocasiones sobre mis cuartillas intactas al mismo tiempo que me acordaba de la tiera que cubría los cuerpos de mis padres. La luz amarilla de mi lámpara de aceite semejaba entonces una visita de la melancolía y la Parca, debatiéndose ambas en mi espíritu aún joven. Había días en que acababa el día malgastando mi escasa fortuna en copas e invitando a los compañeros mientras les contaba entusiasmado las maravillosas ideas que me habían asaltado aquella jornada. Otras, en cambio, el más lóbrego hastío envenenaba mi razón, y el suelo de la ciudad miserable se abría a mis pies persuádiéndome de las virtudes del descendimiento.




Al mismo tiempo que mi vida brujuleaba, una ocasión extraordinaria nos animó a todos aquellos que, como yo, veíamos ceder por momentos al marasmo. La guerra estalló en Europa y las muchedumbres salíamos a las calles y nos dejábamos anegar por aquella lluvia de azufre que nos llagaba dulcemente la piel tumefacta.




Luché en varios frentes dominado por un afán de llegar hasta las puertas del Infierno y arrollar allí a la misma Bestia. Sin embargo, la muerte volvió a pasar por mis ojos sin acertarme de frente. Agazapados en las cercanías del río Piave, mis compañeros y yo veíamos desfilar lo sudarios embrutecidos que habían caído en Caporetto. Una sucesión de cadenas guiaban aquellos muertos del cielo al suelo. El estandarte italiano apareció entonces en mi sueño clamando venganza, aunque mi brío y belicosidad no estuvieron en ningún momento animados por ningún patriotismo.


El fin de la guerra llegó, pero ninguna de las glorias de nuestra juventud nos alcanzó, y éramos muchos los que no podíamos deponer el ardor que aún sentíamos. Llegábamos a nuestras mendaces vidas cargados de indisimulada decepción y, a pesar de las proclamas y las celebraciones del armisticio, el pequeño héroe que se constreñía en el corazón imploraba nuevas gestas.


Un buen día, un azar magnífico me trajo nuevas de mi maestro d'Annunzio. Por aquellos días, el hombre por el que mi veneración se mantenía apasionada era celebrado en todos los papeles por sus asombrosas hazañas bélicas. Aquella vez, además, trataba de reclutar tropas de voluntarios para una arriesgada empresa en la disputada ciudad de Fiume. Cuando la gangrena política y diplomática puso aquel bastión en manos infames, decidí alistarme en una de las guarniciones haciendo valer mi experiencia en la contienda mundial y en seguida volví a sentir el latigazo impenitente de una guerra que no queríamos enterrar. Me rendí a la evidencia de que la espera y, sobre todo, el sacrificio acaban fructificando. En pocos días, la ciudad preciada se nos ofrecía como una hija a los brazos del padre, y establecimos en ella nuestro gobierno, fundado en ideales supremos de libertad y justicia.


Tras la satisfacción por la victoria conseguida por aquellos soldados, que pocos horas atrás mordían de rabia sus puños anónimos, ahora heroicos y honorables para la soprendida opinión pública de todo un continente herido, había de conocer entonces los días más felices de mi vida. Una tarde, pocas horas después de haber establecido mi maestro poeta, ahora también comandante, el Estado Libre en la ciudad, pasaba revista a las tropas que tan esforzadamente habían luchado por Fiume. Vestidos con uniformes que vestían su arrojo indeclinable, nuestras solapas esperaban a la altura de nuestro felicísimo corazón la insignia del mérito.


Mi venerable maestro llegó frente a mis ojos. Toda la energía, el vigor y la generosidad que había acumulado para dar a luz a la belleza afloraban ahora en su honesta altivez, que no lograban desdorar ni la caducidad ni la senectud. Mi alma de poeta, siempre en vilo, me aguijoneó oportunamente en aquel momento de gratitud en el que el eterno postulante que siempre fui era honrado por aquel hombre que, por sí solo, era la consagración humana. Unos extraviados versos del Orlando Furioso llegaron a mis labios emocionados, mientras mis ojos se fijaban francamente en mi idolatrado mentor.


in premio promettendola a quel d'essi,

ch'in quel conflitto, in quella gran giornatta,

degl'infideli più copia uccidessi...


La voz se me embozó en una burbuja clara al ver como subía al rostro del comanadante-poeta una sonrisa fraternal, al tiempo que entornaba sus ojos y se dejaba llevar por una ensoñación fabulosa para rematar él mismo la peregrina estrofa que entoné.


e di sua man prestasse opra più grata.


Y acto seguido una insignia de sus dedos fue a prender en mi solapa.


Los ojos del príncipe-poeta, fruncidos levemente por una sobria sonrisa, volvieron a fijarse en mis pupilas para dirigirme las palabras que han sido el único bien de mi existencia, y tras de las cuales no debiera haber vivido ni un solo instante más, tan indeleble hubiera querido conservar la cadencia y musicalidad de toda aquella oración.


Ma voi, compàgno, sono doppiamente eròe, par soldàto e, supratutto, par poeta.


Un sueño de camaradería inquebrantable nos mantenía unidos a los compañeros y, al calor de aquella amistad entrañable, se encendían en nuestra almas ideas de fraternidad y solidaridad. En sus breves horas, hicimos de Fiume un ejemplo de nación liberada, ejemplo para que otras tierras oprimidas sacudieran su yugo.


El sueño de Fiume acabó con bombardeos auspiciados por un sombrío tratado diplomático. Con el diabólico acicate de los obuses, la madrastra Italia nos exigía que regresáramos a sus faldas. Aquella mañana de Navidad fue la última vez que vi al maestro, aureolado en la borrasca postrera que puso a prueba nuestra servidumbre.


Hui y busqué refugio en Liubljana y, posteriormente, en Viena, donde trabajé como profesor de italiano. Desde allí imaginaba entusiasmado una marcha sobre Roma de jóvenes entusiasmados que pedían la cabeza de los que cedieron Fiume, y proclamas abiertas donde se confundía la poesía con los ideales políticos. Aquella muchedumbre la encabezaba otro acólito del maestro con más intrepidez que yo al que en seguida saludarían como "Il Duce".


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