El poeta (2)


- No te detengas, Beatrice, no te detengas...


Llevaba los ojos vendados. Mis pies y las dunas de aquel desierto inenarrable que me ardía en las plantas, y su cuento de resisitir o morir. No quería que me quedara ciega. Bajo aquel sol relumbrante, que era un riesgo añadido para mis ojos, me conforme con que me acariciaran los párpados la seda fresca de un pañuelo.

- No te detengas, querida, sobre todo no te detengas...



Estábamos dejando atrás a los soldados y la refriega brutal que habían organizado sus compañeros, y yo me sentí la favorita otra vez, la elegida por el caballero que me venía a rescatar de entre el fragor de las armas, valiéndonos de las piernas veloces para dejar atrás el desastre. El Negus nos estaría esperando en Roma, salvado él también de la estampida, porque todos los caminos se reúnen allí, y allí mismo encontraría, después de la dulce ceguera, al Negus en su palacio de primavera para volverle a deleitar de nuevo con mi baile de hombros. Pero no podíamos volver atrás ni reunir valor para contemplar alucinadamente cómo la ruina se cernía sobre Sodoma sin correr el peligro de alguna mutilación.


- Estamos llegando, mi vida, ya estamos en casa...

Un bucle travieso de brisa recorrió el lóbulo de mi oreja y formó una sortija. Trípoli de palmas, lo sé. Apuesto a que en el mercado hay mil colores que elegir, ¿verdad?


- Dime, dime, ¿de qué color es?


Acercó su hálito al pabellón de mi oreja. Sonreía.


- Color de corazón de dátil en la orilla.



Habíamos dejado atrás el desierto. Mis pies desnudos contenían todo el salitre africano y parecía que en el malecón del puerto el mar aguardaba. La seda sobre mis ojos me refrescaba y la fruncía el almizcle de la usura sobre las balanzas. De uno a otro lado del mercado voces de camabalache. De repente, un beso descubría los hombros.


- Ya estamos llegando, Beatrice, ya queda poco...


El italiano se rió. Ya estaba lejos de la batalla y se divertía llevándome en su aventura.


En el puerto, el buque desprendía una cortina hollinada sobre la lámina lavada del cielo. Pero, dime, dime, ¿de qué color es?


Tenía las manos del italiano sobre mi vientre y sus dedos jugaban a plisar el raso de mi vestido como una segunda piel.


- Color de llanto de sirena que sueña en el fondo del mar.


Sólo cruzar aquel mar y aquella misma noche volvería a dormir sobre el lomo de un león, a los pies del Negus. Ya nos estaría observando desde lo más alto de su palacio romano, como un vigía que nos velara todos nuestros días y nuestras noches.



Las olas celebraban el vino de las copas marítimas y el blanco de los vestidos que se despedían de África. El italiano fumaba y bebía sin parar, y hubiera cantado y bailado de alegría de haberse perdido en el aire la pulsación de una guitarra. Unos brazos cruzados me sorprendieron por la espalda; luego no sé si fueron mis piernas las que se enlazaron con el vaivén de la nave o una nostalgia de algo sepultado para siempre. Alcé la voz y pregunté.


- Color de camisa traspasada por el aire de la tarde.



La seda de mis ojos dormitaba. El sueño de las altas horas nocturnas cruzaba mi frente y levantaba su cola de alacrán. El italiano hubiera deseado rizar mis pestañas resguardadas con la yema de sus dedos, y en cambio selló con licor los confines del cuerpo por donde huia la madrugada. Se durmió susurrando.

- Ya estamos llegando, Beatrice, ya llegamos, mi vida...


Una botella rodó por la orilla del vestido azul de la mar.


- Sabes, cariño, que hace siglos corsarios y piratas raptaban ingenuas princesitas por estos mares... Duérmete, Beatrice, duérmete, que ojos malvados están abiertos en todas las islas del mundo...


Roma marmórea. La berlina corta el aire en Via Veneto. Al fondo de la avenida, los ojos entornados del Negus sueñan. El Foro, el Quirinal, Maria Maggiore... Todos los caminos hacia Roma. Así, pues, es imposible que nos perdamos. Yo comprendía y no comprendía. dejamos atrás el mar, pero el vaivén recorría aún mis piernas.


- Dime, dime, ¿de qué color es?


La tonta berlina que rodea Roma se extravía. El balcón altísimo del Negus está abierto y la cortina baila mientras se orea.


- Color de rumor de flauta perdido en el corazón del bosque.


El Negus ha salido al balcón. El Negus presencia nuestra huida de Roma. El Negus gira sobre sí mismo y ve perderse la berlina en el horizonte que deja atrás en un momento el león triste del Negus, la sombra triste del Negus.


Hay una burla en la venda y mis ojos siguen ciegos. La berlina descubierta no me deja llorar ni gritar, y mi pañuelo al cuello ruge en el aire los truenos de mi corazón. Sollozo sobre el brazo del italiano y volvemos al mar. La piedra está ahora lavada y entre los vórtices y los puñales un violín enfermo ataca la tocata del funeral del Negus.
- Cuídate del Sol, mi sueño, cúbrete los ojos con beleño...


No hay que parar, hay que seguir, casi nos pisan los talones los forajidos, casi te raptan los corsarios, casi te devoran los marfiles feroces del león del Negus. Por eso hay que apresurarse hasta llegar a casa, no hay que detenerse, que ya queda poco para nuestra felicidad.


Me prometí entonces dormir para siempre con mi salvador italiano, dondequiera que me llevara con su berlina es seguro que no volverían a amenazarme las alas de la langosta ni el colmillo del león.


- Color de traje recamado danzando en el salón de las rosas.


- ¿Y ahora?


- Color de perfume durmiendo en los márgenes del río.


- ¿Y ahora?


- Color de herida del viento extendido sobre el arco atroz de la luna.


- ¿Y ahora?


Y con ese falaz juego de adivinanzas me dormía todas las noches.

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