La convalecencia (2)


Mientras, en el patio, derribado mi cuerpo por el embate de la azada, se erguiría de nuevo y rejuvenecido, robusto y veloz dejaría entrar por su cuello decapitado el terrible calor solar y el fresco del atardecer, echando a correr con velocidad de guepardo hacia los cafetales, con la azada del sacrificio en la mano hasta encontrar a los jornaleros tostados entre el bosque de cafetos, y a Bunya entre ellos, hundida en el sudor de aquella tarde liberadora, dispuesta a ofrecer también ella su cuello a mi azada como el cuello de todos los exhaustos jornaleros que desgranaban los cafetos bajo la monarquía agreste del Sol.


Y una vez consumada su decapitación, se multiplicarían las azadas como los granos violentos de café y removeríamos ansiosos la tierra madre para encontrar en su seno todos los hijos muertos por los demonios, todos los hijos altísimos y fuertes de tierra nutricia saltarían desde el fondo de sus zanjas a los brazos adorables de los padres decapitados. Allí encontraría a Zubia, de pechos rotundos; al pequeño Hamad, con sombrero de fieltro, abriendo sus brazos y entregando su titánico tórax; a Désiré, consumida por el hambre, derramándose sobre todos ellos la luz acosadora del Sol, testigo celeste.




Desperté abrumada por el sudor y la humedad. Volvía a cerrarse la noche sobre la casa, las azaleas y el cobertizo de machetes, martillos y azadas. Había empezado a lloviznar y pensé que todo el calor acumulado en el patio, en las azaleas y en la fachada encalada de la casa estaría, por virtud de un soplo sombrío, suspendido en el aire, a la altura de los árboles, celebrando una fantasía de frescor tras otra jornada sofocante.


Un regato de agua se colaba desde uno de los aleros de la casa. La lluvia caía con mayor intensidad con la disciplina insobornable de los elementos. Tenía el sueño petrificado en las sienes y toda mi frente parecía contener una enorme caldera envenenada. Me incorporé para respirar el vapor animado del agua, pero hasta mi cama no llegaban las agujas del Sol ni el vendaval de la lluvia. Todo el calor del día muerto se había agazapado en mí y seentía que me rodeaban el rostro los pelajes calientes de las fieras del páramo. Me desnudé con deleitación y comprobé el castigo y los estragos de mi cuerpo bañado en copiosos sudores. Me quedé tendida y descubierta sobre la cama un buen rato.


Pensaba en Bunya y la escasa comida que me traía y que apenas consumía. Me acordé con alegría de los niños, las niñas y las madres, y los lirios, los diamantes, la casiterita y los vestidos que dejaron entre estas paredes y que fueron desapareciendo de mi vida, día tras día, en muchas de mis siestas, sustraídos mis únicos bienes por esos vagabundos que venían al reclamo de las azadas, los machetes y los martillos del cobertizo. Mi mirada se detuvo en los fetiches, cuya disposición en el altarcito no había variado un ápice desde que las madres los colocaran frente a mi vista, tendiendo un dosel sobre el lecho de enferma de amparo y benevolencia.


De repente una oscilación de luz sobre mis ojos amansados me apercibió que alguien acababa de cruzar frente a mi ventana. Instintivamente pensé en los inevitables vagabundos que merodeaban en el cobertizo cuando volvió a pasar ante mis ojos un bulto con un artilugio colgado en su espalda. Atónita por el imprevisto detalle que no lograba reunir en mi bosquejo infalible del vagabundo, me sorprendió observar que, en cambio, sí era similar su itinerario, pues al cabo de cruzar la ventana encontré, yerta y acechante, una silueta en el umbral de mi puerta con el mismo fondo de noche a la zaga.


Los aleros escurrían el aguacero por una gotera abierta en un extremo de la fachada y mitigaban la modulación de la intensa lluvia de la noche. El visitante se adentró en la casa. Un perdido juego de luz y de sombra descubrió un segundo sus ropas empapadas y la dirección de sus pasos. Súbitamente se encaramó de un salto en lo alto de la vasija que recogía el agua que penetraba en la casa. El haz de luz nocturna descubría una mitad del recipiente y en seguida advertí la figura de un hombre joven, alto, provisto de un fusil. Me acordé de los soldados y del tiroteo que aquella mañana me sorpendió el sueño. Quizá se trataba de un miliciano que combatía en la sierra y había bajado hasta el páramo en busca de alimento, siguiendo los pasos errabundos del twa.


Entonces no sentí temor alguno. Al contrario, sentirme insospechadamente acompañada de aquel muchacho armado, que con tanta pericia se había subido a la vasija del agua, me causó una cordial, aunque prudente simpatía. Me deslicé en el lecho y el roce con la colcha sorprendió al muchacho, que giró mecánicamente su cabeza hacia mi cama. Luego esbozó una amplia sonrisa. Tras un ruido de hebilla, sus pantalones se deslizaron hasta sus pies y comenzó a orinar en el interior de la vasija. El murmullo del regato que caía desde los aleros y de la orina del soldado penetrando en la vasija sobresalían de entre la sacudida amortiguada de la lluvia. El muchacho sostenía su sonrisa divertida. De un nuevo salto bajó de la vasija. Volví a deslizarme sobre la colcha mientras observaba inquieta como se desnudaba por completo y se acercaba a mí, ocultando el haz de luz que entraba por la ventana y que acertaba a dibujar un cuerpo opaco que parecía aullar mientras se dilataba en la sombra.


Me complací contemplando la presencia de aquel cuerpo joven que se acercaba a mi enfermedad sin reserva y con el más jovial de los deseos. Me recosté feliz sobre aquel colchón por primera vez en mucho tiempo con la cabeza desnuda, los brazos desembarazados y midiendo la anchura del espacio sobre el que reposaba. Noté que mi carne estaba ligeramente tibia y ya no temblaba. Me alegré de ofrecer a aquel vagabundo una tregua feliz de salud y decencia.


Unas manos caladas y enormes tocaron mis pechos. Un hálito agradecido afloró en mis labios y tras mis párpados cerrados aleteaban palmas, rasgaban astros y colores siderales. De repente oí que un grito estentóreo retiraba de mi cuerpo aquellas manos. En unos segundos el roce se reveló amenaza y las manos heladas se crisparon como garras furiosas en mis mejillas. Mi sonrisa expectante se agitó en el aire junto al resto de mi cabeza que blandía el muchacho acosado por una rabia feroz que se articulaba en gritos desesperados. Al soltarme me incorporé maquinalmente y de un solo gesto me cubrí con la sábana que se arrebujaba a mis pies.


El regato de agua sonaba ahora como un desbordado manantial doméstico y procuré concentrar mi pánico oyendo su negligente fluir. Apenas cerré los ojos para que me embargara su rumor cuando, en un arrebato de furia, el muchacho volcó la mezcla de agua y de orina de la vasija sobre el escudo aterido de mi sábana. Poco después, y tras un gemido esforzado, un breve estruendo de cristales hizo que el sonido de la lluvia sonara claro, tendido en una vasta llanura.


Por una sola noche, me complací creyendo que dormía al raso, bendecida por el agua de la lluvia bajo mis sábanas caladas.

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