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Mostrando entradas de abril, 2020

El niño paraguas

Tomy se despertó al escuchar el despertador con forma de soldado que tenía en la mesita. Era una de aquellas mañanas del lunes en que más le costaba levantarse de la cama. Solo de pensar lo que le esperaba aquel día, le entraban ganas de volver a cerrar los ojos y quedarse todo el día durmiendo. Lo primero que notó al despertar era que estaba mojado. No lo podía creer: él no se hacía ya pipí en la cama como Carlitos, su hermano. Luego escuchó un trueno que llegaba de fuera. Para colmo, aquella mañana estaba lloviendo como nunca. Una razón más para volver a apagar la luz, tumbarse y quedarse bajo la manta. Pero no había pensado en nada que pudiera librarle de ir al cole: ni le dolía la garganta ni la barriga ni sabía hacerse el enfermo como Pili, cuando no quería ir a hacer los recados que le mandaba su madre. Así que intentó levantarse, ir al lavabo y hacer pis; a lo mejor entonces se le ocurría una idea mejor para saltarse las clases. Tomy encendió la luz del baño y se miró e

Romper aguas

Si hubiera sido por ella, habría esperado un año más; él, dos días. A ella le iban llegando náuseas y se reprochaba con más fuerza haber continuado. Él no cesaba de justificarse lo erróneo de la fecha elegida. A ella, sentada, se le iba secando la boca y sintiendo pastosa su lengua; él, de pie frente a la puerta lateral, sentía acidez en la boca del estomago y ganas de eructar. Los agarramanos bailaron con la sacudida que dio el convoy al detenerse. En la ventana, la oscuridad del túnel le devolvía a ella la cara redonda que había ido moldeando en los últimos meses. En unos días toda aquella carne sobrante se desprendería formando una papada fascinante, por no hablar del pentagrama de estrías que reemplazaría la tersura de aquel vientre preñado. Él se dio cuenta de que hacía más de una semana, o dos, que no se miraba en un espejo. Carecía de la vanidad de estar consultando la apariencia cada cierto tiempo y se enorgullecía de tal don. Habían pasado quince minutos sin

Tres horas

Virginia Woolf está sentada a su escritorio meditando si ha llegado la hora.  Es un día de principios de primavera en que la luz se desembaraza aún con pereza. Virginia ha llegado de su paseo exhausta, de tal forma que se sentía desfallecer en el camino y creía que iba a desplomarse sobre los setos de camomila para ser allí alanceada por abejas y libélulas mientras sentia vaciarse lentamente como un odre de vino. Ha visto el río bajar furioso y, en la orilla, los guijarros apagados ajenos al turbulento vecino le han vuelto de un humor lúgubre. Todo está a punto de nacer y Virginia se quiere ir. Siente en su cabeza el eclosionar chisporroteante de la vida como el reumático la inminencia de la lluvia en la intimidad de sus huesos. Ahora sí, si la muerte tiene un momento en la que pueda abrirse sin pudor, vasta y oferente, es ahora. Virginia desearía que fuera ahora, justo después de este segundo que va derramándose, pero hay tantas cosas que acabar, siempre hay algo q