Nostalgia
El monedero de mamá yacía siempre en el fondo de su bolso. Para alcanzarlo y disfrutar de su codiciado contenido, la mano debía de aventurarse en su interior y sortear múltiples objetos que dormían superpuestos a él como custodios del tesoro. La mayoría de ellos eran inútiles cachivaches; otros, signos de coquetería femenina. Alguna vez rozaban las yemas de mis dedos algún frasco de pastillas, un Trident sin envoltorio, un llavero, cosas todas ellas que hacían más divertido el reto de usurpar las menguadas ganancias que mamá traía a diario a casa. Acabé acostumbrándome a aquel acto furtivo de ladronzuelo prepúber que empezaba con el silencio cómplice de su dormitorio y daba su colofón con la inevitable y esperada irrupción de mamá, que a continuación no cesaría de censurarme y maldecirme mientras trataba de alcanzarme para aplicarme sin contemplaciones el merecido castigo. Habrían pasado casi dos años enteros en que mamá y yo celebrábamos cada tarde aquel ritual del crimen