Nosotros, los sentimentales.
Es indiscutible que eras, y probablemente sigas siendo, un sentimental; sólo un sentimental puede querer proporcionarse gratuitamente el lujo de una emoción, le reprochaba Oscar Wilde a su amante en sus últimos días. Wilde siguió hasta el final la religión del esteticismo, que no permitía la expresión de las emociones sino en las contadas ocasiones en que éstas resultaban ser la sombra de ellas mismas, esto es, algo estudiado, meditado, producto de una mente creativa y no efusión espontánea de un temperamento. Wilde era, en cierto sentido, un antirromántico, y eso le hacía por añadidura un antiburgués. Y es que el romanticismo que había aparecido a finales del siglo XVIII como una actitud artística de una juventud rebelada contra los usos y las modas de sus padres, sufrió a lo largo del XIX una mutación social curiosa que le llevó de ser algo semejante al sentido y motivación que las corrientes contraculturales tienen en la actualidad, a acomodarse a la mentalidad y sensibilidad de la