La convalecencia (1)


Hace ya varios meses que los de Nyagatore no pasan por aquí. Hasta abril todo era distinto; las familias se reunían en esta casa y pasaban la tarde cantando y comiendo, y dando gracias al cielo por las bendiciones recibidas, por el agua, los hijos y la dicha. Yo, postrada en mi cama, era entonces el centro de la fiesta como lo soy ahora de esta soledad. Los niños se acercaban a la orilla de mi lecho y me obsequiaban con lirios blanquísimos; las niñas colgaban en el cabezal diamantes y casiterita; y las madres me cubrían con sus vestidos festoneados y de colores vivos y cantaban, con la más pura y alegre de sus voces, cánticos encendidos de alabanza.


Todo esto ya no existe. De vez en cuando se acercan tipos desconocidos, de cara torva y no muy buenas intenciones. Entran y salen de esta casa como animalillos curiosos y extraviados, y toman del cobertizo azadas, machetes y martillos que los vecinos han ido dejando con desidia en esta casa, ignorando que aquí dentro aún resiste un alma. No sé si Bunya sabe el número exacto de artilugios que se amontonan en el cobertizo, y que son imán de tanto vagabundo. Hace dos días que no me visita, y no logro hallar la razón que la retiene lejos de aquí. Bunya es mi único sustento ahora; si ella me faltara, se derribaría el pilar maestro de esta casa. Bunya me trae café del cafetal, además de cebollas y espinacas, que componen mi sustento. Además, adecenta esta casa, enciende velas en el altarcito de los fetiches que hay en frente de mi cama y sahúma la habitación de madreselva. Estoy preocupada por ella; trabaja demasiado y sus pechos están cada día más arrugados. De seguir así, no llegará a ser madre nunca.


Afuera cae un sol de justicia y hace un calor de látigo. No hay más que ver la rabiosa luz que entra desde la única ventana de esta casa. El rayo de luz proyecta un ángulo perfecto que pulveriza el polvo que hay en el piso y lo suspende errático en el aire, pero no llega hasta mi cama. La fachada encalada de la casa deberá rezumar calor. Pienso en el padre Rouge; en los parterres del zaguán, sus azaleas estarán aniquiladas por el calor. ¿Por qué no viene a salvarlas, él que nos prometió el cielo? ¿Por qué no viene a sacarme al patio en las tardes abrasadoras, ni me deja comulgar con la lluvia en las noches? Oh padre Rouge, alto y blanco, venme a salvar, llévame a la sierra y al cafetal, toma mi mano pura, llévame al cielo! Oh padre Rouge, alto y blanco, venme a salvar, llévame a la sierra y al cafetal...



Sonaron ruidos en el cobertizo. Yo me desperté, sorpendida por el estrépito breve, pero volví a dormirme sin darle mayor importancia. Habían pasado cinco minutos que advertí de reojo en la puerta una silueta definida de vagabundo sobre un fondo azul de terror. En aquel momento hubiera dado mi vientre de vieja por ser una humilde rama perdida en lo hondo del bosque. No había visto hombre en meses, sólo ruido de azadas, y machetes, y martillos amontonados, y voces metálicas, y sombras que cargaban al hombro sus armas cuando cruzaban mi ventana a cualquier hora del día, entre mis numerosas siestas. Pero aquella noche tenía uno de aquellos animalillos en el umbral de mi puerta, con una azada en la mano y ua ansiedad de hambriento en la otra tratando de encontrar alimento en la mesilla en la que se secaban los granos de café, las cebollas y las espinacas de Bunya.


El espanto descendió a mi garganta para mantenerse alerta en el centro de mi pecho. Sentí la madera de mi lecho más humana que mi propia alma y quise esconderme en el fin del mundo antes de estar en aquella habitación con aquel twa de la sierra que imprecaba furiosamente pidiendo comida, y que levantaba con la pala de su azada la sábana delgada en que me resguardaba. Descubrí dos ojos desorbitados que parecían salivar en vez de mirar, clavados en lo oscuro como dos horrendos astros en la noche cerrada, y una voz crispada que pedía en un solo grito víveres y mi tumba. El terror que acosaba mi pecho me impedía articular una sola palabra de auxilio o de descargo, cuando sentí que un murciélago gélido se anclaba en mi cuello y trepaba seguidamente hasta mi melena. Armado de un machete, uno más de los que me acompañaban cada noche y cada día desde el cobertizo, comenzaron aquellos ojos a segar mis cabellos mientras permanecían locamente fijos en su tarea.


Entonces todo el dolor de la noche estalló en mi boca en un grito furibundo. Quería derramar toda la sangre de mis pulmones enfermos en aquel grito e inundar de demonios aquella casa maldita. Quería librarme a la locura de aquellos ojos y ofrecer también mi cabeza al machete. Quería morir en aquella noche y salir a ver las últimas estrellas en el patio. El twa se solazaba en mi cabellera y formó con ella un mechón que colgó de su cuello. Acto seguido, se puso a bailar y a saltar como un antílope acorralado con mi inmenso, ininterrumpido y vibrante grito como extraña plegaria, que duró hasta que mi cabeza desnuda se hundió de agotamiento en la intacta almohada.



Las azadas, los machetes y los martillos siguen llenando el cobertizo, pero Bunya no viene. Ayer llegué a temer por su vida. Por la mañana, oí tres tableteos de fusil que llegaban desde la sierra, y luego el inmenso silencio al que ya estoy acostumbrada. El tiroteo ahuyentó a los vecinos y a los vagabundos, lo cual me ha dado a cambio la gracia del sueño durante las bochornosas horas de la tarde.


Tuve un sueño maravilloso, perfumado de raros y embriagadores aromas. Soñé que el twa de mi cabellera volvía de nuevo una tarde caliente como la de mi siesta, con sus mismos ojos desorbitados, armado de un machete espinado y una azada brillante de bronce. De nuevo venía a visitarme, de nuevo osaba entrar en la habitación, esta vez con la luz del Sol como antorcha, y una mano volvía a tomar mi cabeza, y yo le miraba, y mientras le miraba le imploraba deseos que no podía expresar con palabras, como aquella noche no acerté a confesarle mis mismos anhelos en aquel gigantesco grito de mi pecho. Pero aquella vez, en aquel sueño canicular, él me entendió y me complació. Me llevó en sus brazos de aire que no reconocía, y me sacó al patio a ver el cielo raso, inmenso como una tumba majestuosa, y fijé mis ojos en el Sol estático, y su locura de fuego inmenso se concilió en mi locura de cielo abierto, y ésta con la locura del cazador twa cuya azada alzada, paralela al fulgor altísimo del Sol, cayó brillante y perfecta en un solo gesto sobre el centro de mi cuello.


La culminación de mi cabeza segada en la mano del twa como trofeo, me hizo caer en un sueño dentro del mismo sueño de fiebre. Mis ojos cerrados de amortajada divisaron desde lo alto del volcán la casa desolada, preñada de azadas, machetes y martillos fosforesciendo bajo el Sol exagerado, que desde aquella altura sentí que me acariciaba la testa huérfana como la última gracia concedida por mi verdugo. Allí, alzada e inconsciente, furiosa de fiebre perpetua, mi cabeza fue librada a las entrañas candentes del volcán, mi deseo, cumplido y bendecido, dejando todos mis furores, mis ansias y mi hastío, mi enfermedad y mi locura ardiendo complacidos en el corazón de la tierra.

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