La convalecencia (y 3)


Estaba en el centro del patio y subía a la inmensa cúpula un olor extraordinario de raíces y tubérculos mientras la lluvia caía con reciura sobre el mundo. Aquellas lanzas no herían como las del Sol; eran cordiales y besaban en vez de alancear. Creaban un hondo silencio en las cosas y una inefable apreciación de límites que se volvía fiebre y anulaba, de alguna forma, la muerte.


Me vi de repente con una azada en la mano y un influjo de ebriedad preludiaba una felicidad inminente. Mis pechos arrugados querían abolirme por fuera y por dentro, y mi vientre sólo me procuraba indigestiones. Decidí acabar con aquel tronco y derribé con él la invasión mortífera del termitero en mi vida. Todo en el sueño cantaba una profecía metálica de piedras que atesoraban en su seno el Sol del mediodía y los chubascos de las madrugadas. A partir de entonces un bruñido fusil de plata formó mi columna vertebral, que iba de mis caderas a mi cráneo dotando a ambos del irresistible poder de la metralla.


De nuevo pude levantarme del lecho y caminar erguida con una ansia vengativa palpitándome en las sienes. Quería revivir saltando de la cama al mundo de las habitaciones, y me dispuse a entrar en el juego desde el campo de batalla. Haría la guerra, todo mi cuerpo no se salvaría de la atronadora ráfaga de ametralladora. Me alistaría en la milicia que combatía en la sierra. Los muchachos pronto admirarían mi arrojo y mi decisión, y conseguiría su admiración honesta. De noche encenderíamos grandes hogueras y danzaríamos frenéticos alrededor de las llamas lanzando ásperas imprecaciones contra el enemigo. Los twa alzarían al aire los azadones brutales que los distinguen mientras los muchachos descargarían sus proyectiles en salvas animosas que irían de un confín al otro del inmenso bosque.




Cuando desperté decidí regresar a la casa infectada. Ya no temía al cobertizo ni a sus extrañas armas que formaban una guarnición hostil. Si bien aquellos machetes, martillos y azadas estaban conjurados contra mí en la vigilia de fiebre, no es menos cierto que en mis sueños de siesta actuaban como extraños héroes que me descabezaban o me erguían la desvalida figura en un inescrutable azar de agravio y desagravio. Me encontraba armada de valor. Había conseguido levantarme de la enfermedad, erguirme de mi ancianidad y en el fragor de las emboscadas había conseguido el amor y el respeto de los soldados, los macheteros y los twa de la sierra, resisitiendo en la vanguardia, abriéndome paso en las más arduas veredas, salvando con astucia toda clase de ardides.


Creí oportuno regresar en aquel momento en que el reptil de la venganza se me anudaba en el cuello, exhortándome a un deber ineludible. En el cobertizo, las azadas, los machetes y los martillos seguían hacinados como una muda turba sarcástica. Me llevó unas horas formar una pirámide perfecta sobre mi lecho con todos aquellos enemigos que se habían reproducido a costa de mi anquilosamiento. Dispuse un orden para todos aquellos cachibaches que se habían acostumbrado a la molicie y el desorden, complacidos en ser tomados y abandonados una vez que habían llevado a cabo su misión tenebrosa.


Al cabo de las horas ya era seguro que la desolación había cumplido la última fase de su revolución en aquella casa. Las fieras, los monstruos y máscaras sonámbulas de mis pesadillas, el afilado Sol que me trepanaba el cráneo cada tarde ardían en el seno de la casa. Y aquella casa hubiera deseado mis piernas de vieja, habría vendido su soberbia por las patas de una gacela para huir enloquecida de aquella pira ritual en que iba consumiéndose.



El calor quería volverse cera en mi frente desde las primeras horas de la mañana. Ya estaba seca de agua y de orina. En el suelo, bajo la ventana, pedazos de cristal celebraban la resaca. El haz de luz en el piso parecía vibrar de tan recio, y acentuaba su diagonal como un puñal inminente. El altarcito de los fetiches había sido profanado; en su lugar, un retrato de Habyarimana me acusaba de traición, deserción e indolencia. No había sabido estar a la altura de aquel heraldo que me envió anoche, y ya era seguro que había firmado mi sentencia de muerte.


Olí mis sábanas tratando de recuperar el olor de aquel vagabundo entre el agua y su orina, pero fue en vano. Empecé a sollozar con los bordes de la sábana en mi boca. Una pequeña racha de brisa se deslizó por la ventana y puso avizor mi olfato. Era raro que aquel calor devastador afinara mi nariz de tal modo que pudiera percibir los matices de distintos olores de entre aquella sorda imposición de color, textura y olor en la que estaba recluida. Pero no solo mi nariz había despertado; aquellos ojos negros que examinaban bultos de sombra y sólo advertían los colores fantásticos de los sueños adquirieron pronto mayor definición y se posaban, vivarachos, entre los restos de la ruina que presumían un desastre ridículo.


El hedor se había intensificado y me dominaba de tal forma que me obligaba a elegir entra la vida y la muerte. Un aroma de aniquilación se había tendido en las vigas altas de la casa pregonando una calamidad que procedía de lo más remoto. La pestilencia llego a ser tan insoportable que no tuve más voluntad que reunir todas mis fuerzas contra aquella amenaza expandida. Ante mi sorpresa, me vi de nuevo capacitada para usar mis brazos y mis piernas y logré andar con la torpeza alucinada de una condenada al patíbulo.


Traspasé el umbral de la puerta tras meses de tinieblas. El Sol, cuajado en el cenit, dictaba los últimos instantes de la mañana. Me froté los ojos y observé el patio: desde mis pies desnudos se derramaba por el suelo un reguero infinito de sangre bordeado por motas carmesíes, que semejaban un campo salpicado de flores. El reguero taspasaba la cancela del patio y se perdía en el infinito. Llegaba hasta el cafetal y asesinaba a los jornaleros, me traía el cuerpo masacrado de Bunya y sus pechos prematuramente sorbidos. Embridaba su crueldad, galopando incluso hasta Nyagatore y despojaba a las familias, a las madres, a los niños. Al poco remontaba intuyendo rastros inviolados en su itinerario macabro que merecía exterminar.


Miré las azaleas del padre Rouge y me dirigí a los parterres. Volví a preguntar por qué no volvía. Me invadió entonces la vergüenza y quedé descubierta ante el Sol. Me tendí rendida junto a las azaleas y decidí consumar mi convalecencia junto a los últimos restos de vida. El tiempo y la bendición de un sueño eterno me cubrirían pronto de tierra.

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