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Mostrando entradas de marzo, 2020

Querida Betsie

Estaba dándome un baño en la piscina de mi mansión de Santa Mónica. Tendido en mi colchoneta rosa chicle, observaba la colisión de dos pomposas nubes cuando la idea apareció como una iluminación. Me ajusté las gafas de sol y sonreí con travesura. Seguía sin creerlo. No era posible que a mis veintiséis años, en la cumbre de mi carrera y con todos los grandes premios de la industria discográfica en mis vitrinas, mi estrella hubiera llegado a su fin. Primero creí que era algo cíclico y tome toda clase de mierdas para inspirarme. Luego probé el retiro junto a los monjes ayurvedas. Nada: apenas podía concentrarme en componer y mis energías ya no daban para una gira más. El fin del mito se asomaba. No sé por qué pero me acordé de mis padres. Ellos me animarían, pensarían que aún tenía tiempo para explotar mi genio en otras guerras. Lo que no podría soportar sería la reacción de la asquerosa prensa, que pronto se cebaría sin piedad sobre mí. La sola idea de largarme por la puerta de

Confinamiento

Cuando acabo de preparar el almuerzo en la cámara incubadora, suelo subir al desván a distraerme. Aquí se amontonan centenares de cachivaches con los que me gusta dejar volar la imaginación: una vieja maleta de los abuelos con parches de distintos lugares del mundo y esquinas metálicas; una bicicleta con cestita de mimbre y flecos de plástico en los extremos del manillar y otros tantos objetos inútiles que han perdido todo sentido en nuestro tiempo. En esas ocasiones en que me ve encerrada en esta mazmorra, abstraída en mis fantasías, Arthur se burla de mi loco romanticismo y ese extraño apego por estas cosas con las que él, de seguro, haría pronto una hoguera para hacerlas desaparecer al instante de la faz de la tierra. Pero a mí me gusta aferrarme al mundo perdido de mi infancia, anterior, muy anterior a la gran pandemia que nos ha recluido para siempre en el mejor de los mundos, nuestro hogar. Cojo la maleta de la abuela, tantas veces manoseada, y juego a encontrarle algu

Evolución

Sé que al tatarabuelo de mi tatarabuelo le costó sudor y lágrimas erguirse de su posición simiesca, quitarse las legañas de los ojos y poder ver de frente la luz del sol. Luego supo, con tiempo y paciencia, encontrarle un uso a esas ramillas que encontraba al paso y al repicar de las piedras para crear un pequeño sol que convertir en el centro de su hogar. Aprendió buenos modales, a no sacar a rastras a la parienta y a hacer frente común con el vecino para protegerse de las bestias. Abrió la tierra ciega, obtuvo sustento de ella, comió y bebió sin cuento hasta provocar los celos del vecino y del vecino del vecino del tatarabuelo de mi tatarabuelo. Un día llegaron extraños a su puerta que le daban el oro y el moro por sus posesiones. Supo trapichear con los pollos y el centeno y convertirlos en metales, y estos en más tierras, y con estas, más quebraderos de cabeza y más desear. Pero por mucho que lo intentara, no pudo poner puertas al campo y desconfiado, miraba más allá d

Fila india

Entonces tú, adulto cansado y escéptico de 2020, visitarás ese purgatorio perdido para dejar sobre toda cosa tu mirada hastiada. Te levantarás a las siete de la mañana (algo más tarde que de costumbre), no con el tono Backroad de tu móvil, sino con la canción de Los Pitufos sonando por un viejo radio despertador. Comprobarás que no has mojado la cama y descenderás de la litera. Entrarás en el baño, esté o no ocupado, levantarás la tapa del inodoro y echarás la primera meadita del día. Todavía perdonarás a ese niño no haber apuntado bien, pero dejarás sentir tu voz agria:               -Lávate la cara y vístete. En la cocina te esperarán tostadas con pan de payés y mermelada o mantequilla a elegir. No será la mantequilla con sal que comes en el pueblo, sino margarina del súper. Para beber, leche con Eko . Luego aparecerá tu madre con su pelo cardado, suéter holgado de doble cuello, look ochentero de buena mañana bregando con cuatro críos, lejos de su tierra, y seguirás pre