Querida Betsie
Estaba dándome un baño en la piscina de mi mansión de Santa Mónica. Tendido en mi colchoneta rosa chicle, observaba la colisión de dos pomposas nubes cuando la idea apareció como una iluminación. Me ajusté las gafas de sol y sonreí con travesura. Seguía sin creerlo. No era posible que a mis veintiséis años, en la cumbre de mi carrera y con todos los grandes premios de la industria discográfica en mis vitrinas, mi estrella hubiera llegado a su fin. Primero creí que era algo cíclico y tome toda clase de mierdas para inspirarme. Luego probé el retiro junto a los monjes ayurvedas. Nada: apenas podía concentrarme en componer y mis energías ya no daban para una gira más. El fin del mito se asomaba. No sé por qué pero me acordé de mis padres. Ellos me animarían, pensarían que aún tenía tiempo para explotar mi genio en otras guerras. Lo que no podría soportar sería la reacción de la asquerosa prensa, que pronto se cebaría sin piedad sobre mí. La sola idea de largarme por la puerta de