Entradas

Mostrando entradas de junio, 2020

Las peras del olmo (tres microrrelatos)

1.Un día cualquiera, paseando por su jardín, el viejo sabio comprueba que, finalmente, hay peras en el olmo. Convencido de que ya lo ha visto todo, cava una fosa y se lanza al reposo eterno. Mas la tierra lo rechaza, ya no admite más muertos. Entonces piensa dónde admitirán a un sabio muerto. La muerte no cotiza alta estos años y la especulación ha puesto el suelo por las nubes. Para colmo, la sabiduría experimenta una feroz bajada de precio y hay superpoblación de sabios. Viendo que todo está lleno, intenta guarecerse en el vacío. Colgado de su olmo, el viejo sabio muerto, trata de vaciarse: pasa sed, pasa hambre, pierde tiempo hasta llegar al estado catatónico del nirvana. Cuando abraza la nada absoluta, se siente cada vez más pesado e incluso frutal, hasta tal punto que cae del olmo  y rebota contra una venerable testa: — ¡Lo que faltaba!—dice sir Isaac Newton.                                                     2.Un día cualquiera, paseando por las calles de su ci

Jardín

Lo mismo podía ser la mañana de un martes que de un domingo, daba igual: los geranios y las tomateras necesitan cuidados constantes. Así que allí estaba él, en mangas de camisa y en cuclillas con ochenta y dos años, observando cómo habían amanecido su pequeños retoños. Yo vivía con mi compañero en la casita que había al fondo del jardín, detrás de las tomateras. En otros tiempos las buenas familias se enorgullecian de esos anexos a los que llamaban casa de servicio o estancias para invitados. Herr Klee la había acondicionado y se la ofreció a Manu como apartamento individual; unas semanas después, llegué yo, y el casero me aceptó con la condición de buscar otro alojamiento en los meses siguiente. Aquellos primeros tiempos, salía poco de casa. Me reclamaban pocos compromisos, compras diarias y entrevistas con mi ETT, sobre todo. Cuando salía, era raro no encontrar a Herr Klee en el jardín. Le saludaba desde la distancia que nos separara: unas veces lo sorprendía en la casa de trastos

Tregua

Han salido a comprar, a pasear, a no sé qué más, y me han dejado por primera vez solo en casa. Desde que nací, no he conocido más que el bullicio de los mercados de animales, las multitudes, las salas de hospitales o las habitaciones con niños jugando, chillando y con el televisor a mil decibelios, pero nunca una soledad tan angustiosa como ésta. Aunque, en el fondo, están cayendo en mi trampa, no dejo de cavilar: ¿estoy siendo generoso o perdiendo facultades? Me he acostumbrado a las cuatro paredes, pero ellos parece que no. Proceden de otros lugares, otros tiempos, otros usos y costumbres y son esclavos de apetitos y debilidades de primates superiores. No debí cometer esta estupidez, pero les he cogido cariño. Soy consciente de que, a la mínima ocasión que les dé, me abandonarán sin contemplaciones. No importa lo obedientes que hayan sido estos meses, cuánto me hayan mimado teniéndome guarecidos en sus cuerpos, en sus pechos calientes, entre sus ropas y sus bostezos, toses y eruct