Pereza
Son las cuatro de la tarde de un tórrido día de julio en una pequeña finca en medio del campo. Apenas se mueve el aire ni se ve criatura alguna. Solo un coro de cigarras cantoras parece intuir lo que se cierne. En este marco incomparable, vamos a presenciar en escasos minutos un acontecimiento que va a dejar huella en la memoria de generaciones venideras. Pero no nos demoremos más y acerquémonos al rincón elegido para la hazaña. A las cuatro y tres ha sonado el despertador que avisa a nuestro hombre del final de la siesta. Nuestro hombre no tiene prisa y decide alargar una hora el sueño- quien dice una hora, dice dos. Cuando al fin, mascullando gruñidos, decide incorporarse, se inclina sobre la mesilla de noche sobre la que sigue sonando el despertador y, en un aciago giro de la fortuna, pierde estabilidad, resbala de la cama y va a parar al suelo. Nuestro hombre no se humilla: sabe que las contrariedades son habituales entre los elegidos para altas empresas. Así que no se da po