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Mostrando entradas de enero, 2020

Andamios

Se puso las gafas de sol y la gorra y salió del coche en doble fila. En la puerta del colegio esperaban un grupo de gente frente a la cancela. Desde la calle principal llegó un Audi negro que se detuvo detrás del suyo. Los primeros niños se dispersaron por el patio y tardaron en salir a la calle. Sabía que Berto saldría de los últimos y eso le tranquilizó. Al verlo, Berto saltó a sus brazos hasta sacarle la gorra.   -Joder, papá, te has rapao… -Eso es lo que quería tu madre, ¿no? Salieron a la autopista de circunvalación. Desde el espejo retrovisor observó que el Audi encendía las luces. Luego miró a Berto que jugaba con la Tablet. - ¿Tienes hambre, friqui? Berto echó un vistazo a los márgenes de la vía y vio una enorme torre de ladrillos apilados. -Ya nadie me llama friqui, papá… Se fijó en una valla publicitaria con un viejo cartel desvencijado. -Vaya por Dios… Berto hurgó en su bolsillo derecho del pantalón y sacó un crucifijo. Lo colgó del espejo.

Pitia

                                                                                                                                       -Hay que vivir el momento. Y vivirlo deprisa.               La tenía sobre mi vientre y eso era, tal vez, lo que me había enamorado de ella: no se dejaba vencer por el futuro. - Yo solo trato de burlarlo-aseguraba, mientras insistía en acariciarse los pechos con mis manos. Acabábamos de regresar del funeral de papá el mismo día en que hubiera cumplido setenta. Me sorprendió la muerte repentina de mi padre, pero Pitia parecía como si lo hubiera encajado desde hacía tiempo. Recuerdo que acertó cuando propuso adelantar la celebración del aniversario unas semanas antes. Me alivia pensar que al menos papá se fue de este mundo halagado con nuestras últimas felicitaciones. Otro alivio más práctico llegó con mi parte de la herencia. Pensé en invertirlo en hacer reformas en la casa de veraneo, pero el juicio de Pitia se impuso. Por qué no, me

Carreras

              Jugar a las carreras con Buika fue nuestro juego favorito durante tres veranos seguidos. Ella era rápida para ser una chica: aquellas piernas largas que parecían crecer cada semana eran la garantía para ganar cualquier carrera que se disputara. Aquel verano Buika me sacaba ya tres palmos, pero yo, lejos de amilanarme, insistía en competir con aquella muchacha, aun sabiendo de antemano el fracaso que me aguardaba. Partíamos de la línea de zarzales donde empezaba la playa en iguales condiciones. Los primeros metros de la carrera yo siempre le superaba ligeramente y hacía lo posible por incrementar la ventaja y dejar atrás el aliento jadeante de mi rival. Era inútil: las zancadas de Buika conseguían adelantarme a mitad del recorrido hasta perderla de vista. Cuando llegaba a la orilla, encontraba a Buika estirando sus miembros como un mástil elástico frente al sol naciente. Yo ya estaba preparado para sus rechiflas, pero aquella mañana parecía perdonarme. Bu

Ruinas

Cuando entró en el gran salón de celebraciones de la embajada, no había acabado aún el segundo foxtrot. Los caballeros, civiles y militares, agarraban con firmeza las cinturas satinadas de las damas y los camareros de frac sorteaban los bailarines, elevando con humor sus bandejas poco más grandes que sus manos. En el escenario, los músicos trataban de animar la velada. Sus rostros rubicundos se unían al dorado de sus tubas y trombones, que les recordaban el champagne que corría a raudales aquella noche.  En el palco, Helen esperaba a que empezara el nuevo son para sacar a Mike a bailar y demostrarle sus nuevas dotes como bailarina. Mientras apuraba su copa, se distraía pasando sus dedos sobre las nuevas insignias del uniforme del novio: colores de la Unión, medallitas mates, otras más vistosas y gemelos a juego con los emblemas de las divisiones de la campaña del Pacífico. Entonces cesó la música. El director de la orquesta no pudo evitar una mueca de repulsión cuando vio llega