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La Fiesta (y 10)

 Son imágenes icónicas, no sé cuántas veces las habré visto, estudiado, comentado. En sí no son más que vulgares instantáneas de un día de recreo en la playa, bañistas que sonríen a la cámara, chapuzones a las orillas, picardías, bromas y poco más. Pero la doctora Tillman nos aconsejaba la semiótica del contexto, cargar cada documento de su significado, decía con esas palabras que hoy me parecen pedantería académica de antaño. Recuerdo que no obtuve la máxima calificación debido a algunos detalles de contexto. Pero hoy entiendo las reacciones de aquellas gentes ante lo que sobreviene en ese vídeo de una forma más cabal, más desprejuiciada. He aprendido a comprender La Fiesta porque me he acercado a ella ya sin mirada extranjera. Cuando vuelvo a mirar aquel video se me parte el corazón, y eso significa que buen cariño y afecto he acabado por sentir por algo que ni siquiera viví de lleno. Pero cuando uno se acerca a documentos que presagian una calamidad no puede sino apiadarse de todos

La Fiesta (9)

 Culler volvió a correr la cortina y, con cierta estúpida prevención, miró a su alrededor. Abrió el archivo con codicia de niño. Un  video junto a un documento de cinco páginas y unas instrucciones. Mientras veía el video, el Jefe volvió a rememorar los días en que su padre era ministro de sanidad. ¿Qué lugar ocupaba Cuesta entonces? Un leguleyo en el ministerio, el jefe de prensa, en Cuesta estaba la llave para dominar la versión desfavorable de aquella crisis que se abatía sobre el gobierno. Le salió el tiro por la culata después de ordenar la censura sobre el contenido de un tabloide, que acusaba al ministro de medidas eugenésicas en contra de los ancianos. Qué ironía, el gordo empezaba a coger carrerilla mientras naufragaba el barco. No se lo contó pero se lo imaginaba: una agria discusión en el ministerio, el ministro ya no se llevaba bien ni con sus asesores, a su padre le gustó poco aquel gesto de Cuesta. Cortó por lo sano, se fue él para no tener que echarlo. Desde entonces nin

La Fiesta (8)

 Habían llegado a un lago con embarcadero hacia las dos de la madrugada. Flotaban boyas y en el extremo de una pasarela el golpeteo monótono del agua. Titilaba el agua quieta y se escuchaba un rumor lejano de coches tras el lago. Tania aprovechó para fumar un cigarrillo sin dejar de mirar el horizonte iluminado por láseres de discotecas de La Fiesta. Haller la miraba desde el capó del coche. Aquellas botas de tacón le sentaban bien, pero no la hacían mucho más alta, o menos baja. Sintió un escalofrío. Un momento te define, pensaba, a sus ojos aún sería el chaval que se retiró de la cama cuando ella tenía más ganas, del mismo modo que aquel Víctor era poco más que unas manos de patán sobre sus pezones. Se acordó de la primera vez ¿y él, qué le pareció a Tania? Tania, la de las tetas mustias, ahora estrella de La Fiesta. ¡Qué imbécil puede ser uno, de no haber visto lo que veían claramente tanta gente, aquella multitud de la playa, de toda La Fiesta!      Tania apagó su cigarrillo bajo s

La Fiesta (7)

 (...)Pero, ante esas imágenes patéticas, Darko no se cubre los ojos como algún día se cubría las orejas para no oír las lamentaciones de su madre, para hallar en el escondrijo la misma paz acústicamente que había logrado físicamente. Estar tranquilo y seguir allí, en el cuarto de la ropa, con sus tareas. Los maestros se quejaban de que no aprovechara las horas del recreo más que para hacer los deberes o estudiar, mientras el resto de niños se dedicaba a disfrutar del patio como era debido. No tenía un momento de asueto, aquel niño siempre tenía alguna tarea entre manos, pasar el tiempo sin empleo lo horrorizaba. La madre lo sabía y se avergonzaba, me han dejado a éste y se han llevado a mi vida, comprendan ustedes mi desgracia, y las damas de la escuela transigían ante los arrebatos de aquella mujer desquiciada, no es mal chico, pero debe divertirse. Pero el niño Darko prefería estar solo, con ocho años ya conocía el peligro de estar perdiendo el tiempo y ya conocía la utilidad de cad

La Fiesta (6)

(...)Fui llamado a altas horas de la noche en el módulo de los campos en que dormía. Recuerdo que aquella semana tenía a mi cuidado un crío de once años y que me tocaba instruirle en nociones básicas de agricultura. Los tutores querían darme a entender que confiaban en mí, y que esperaran que fuese un mentor ejemplar, y todos esos rollos. Era raro que un niño recibiera enseñanzas de alguien mayor que no fuera tutor. Normalmente cada niño iba en pareja con otro de su edad y mutuamente se enseñaban. Una semana tocaba ser el maestro, ortro el alumno. Allí, sobre los surcos, con otros niños nuevos a los que apenas conocíamos y que una vez familiarizados con ellos, perdíamos de vista, trabajábamos en ese juego de aprendiz e instructor. Lo que no me di cuenta era el plan humillante que me reservaban, los muy bastardos. Aquella criatura iba a enseñarme a mí, y no al revés. Una semana para volver a aprender aquellas materias pendientes que con diecisiete años llevaba arrastrando desde los once

La Fiesta (5)

 (...)Tuve la suerte de conocer a la gran Tania cuando había logrado uno de los hitos de su vida. Lo primero que me llamó la atención cuando la cité en un pequeño teatro donde ensayaba, era su campechanía. Su apariencia era de una gran normalidad, en La Fiesta donde la apariencia de cada cual, su imagen, también era una cuestión de disciplina y entrega. Ella, sin embargo, hubiera podido pasar por una extranjera: corte de pelo, vestido, incluso una melladura en los dientes y una raya en el pelo le daban una apariencia que fuera de allí sería ordinaria, pero en LF incluso era rebelde, entre tanto postureo.       Apenas llevaba un año en La Fiesta y ya había aprovechado con envidiable provecho todos sus contactos. Entre los novicios era usual que el régimen de adaptación se basara en grupos de trabajo de unas cinco personas, siempre dentro del límite de siete días. Ella me contaba que tuvo la fortuna de encontrar en su primer grupo grandes aficionados a la música; ella estaba verde en tod

La Fiesta (4)

 (...)De repente escuchó voces de niño en la lejanía. Parecía que llegaban desde más allá de los límites del campo. Tuvo un  acceso de alivio, no era el único que pasaría la noche al raso, es más, otros estaban fuera, en peligro. Salió de un brinco de debajo de la escalerilla con cierto aire de superioridad y se dirigió a la puerta del colegio. Estaba abierta, menos mal; pero ya no pudo abstraerse de los gritos que llegaban tras las cercas de los corrales. Eran gritos de júbilo, como las del recreo. Un recreo de noche, pensaba, y se estremeció de placer.  Desde la puerta  observó a lo lejos,  y la reconoció. Era ella, había pensado en ella al borde del llanto, cómo pudo ser que no llegara, y estaba allí. Se giró, se rió y le pidió que fuera hacia ella. La tutora amiga le invitaba al recreo de noche. Recordó cómo le latía a mil el corazón , con el libro debajo del brazo, a punto de caerse, en el camino de los corrales a la tutora. Al llegar, la tutora le pasó el brazo por encima. Ahora