Fabio


No le esperaban, pero ella sabía que era él. En el umbral de la puerta toparon las puntas de sus flamantes zapatos. Era él, no había duda. Dos avisos del encuentro de sus zapatos Cerruti con la mole de madera que danzaba en sus goznes desde hacia al menos cuarenta años hicieron sonreír a la madre desde el lavadero. Las puntas de los zapatos, como el puño impaciente de un crío sobre la misma impávida madera, no defraudaron jamás su intuición. Bastaba con acercarse a la puerta mientras se secaba las manos en el mandil, o se acicalaba el pelo, o mandaba callar cualquier murmullo sin conseguir reconocer el bulto humano a través de la mirilla del que ya sabía de antemano que esperaba a que la lápida de la cueva se abriera, resiguiendo con un dedo la trayectoria de los anillos de la madera.


- Es Fabio.


La satisfacción menuda de un nuevo acierto se hizo abrazo de madre reconocible. El pelo recogido, los brazos nudosos, los dedos siempre arrugados, artríticos, las encogidas piernas de la madre saturada, los ojos irritados se quedaron un instante expectantes ante el hijo, detenido por un instante de su aventura de años. Rastreó la figura del hombre que cargaba con toda la sangre que se acumulaba en los miembros colapsados de la madre, desde los delatores zapatos cuyas puntas se alzaban levemente del suelo, como las antenas de un reptil ciego que orientaran cada uno de sus pasos, hasta el nudo de su corbata que sobresalía del traje con arrogancia indisimulada. Todo aquel conjunto le presentaba de nuevo al hijo y al extranjero, los progresos durante diez años que comprobaba ahora en el abrazo mientras subía a su frente un inevitable perfume de triunfo.


"¿En qué se ha convertido el Fabio?", le gritaban los sueños a altas horas, y las voces multiplicadas de las calles, y ella le contestaba con las mismas palabras de siempre, como si no hubiera pasado el tiempo, y habían muerto ya quince hasta aquella víspera en que la seda del traje del hijo rozaba sus mejillas contraídas. Porque quizá fuera posible hoy enorgullecerse del hijo por los mismos motivos que entonces, o regañar con idéntica acritud al niño y al hombre sólo por sospechar que en los dos se escondía el mismo cafre con las mismas diabluras. Y, al fin y al cabo, no quería cargar con más peso, sino adelgazar, rebajar todo el tiempo que separaba al uno del otro, aun delante de aquel niño ambicioso que ahora le abrazaba, pero que empleaba furtivamente toda su energía en aplastar con sus zapatos puntiagudos todo rastro del crío de aquella casa como si le fuera en ello toda la vida, o la culminación de un largo trabajo que a veces asomaba su logro en el arco de una sonrisa asombrosa.


Fue tarea imposible. Nada le decía tan claramente de dónde procedía, en qué lugar empezó a segar la maleza para abrirse camino sino en aquella casa. Se acordaría entonces de los furores y del insomnio de las noches adolescentes, de los brincos que aún no eran saltos y las ventanucos de la tristeza, y de la luz persitente y muda, del circo de la torpeza y él en el centro de la pista, flaco domador, rodeado de una fauna que cada día le resultaba más estrafalaria.


- ¿Y papá?


Recordaría lo inclemente que puede ser el mundo desde el suelo, la imperceptible racha de aire que provoca un puño cuando va a estrellarse en un rostro, el caliente reguero de sangre, y el deshonor. A cada paso salía a su encuentro el piso de la pista de patinaje donde se le cayó la venda a la gallina ciega, donde aprendió a mantenerse firme sobre los deslizantes cascos, a medio camino del cielo prometido, que rozaba cuando se trenzaba en el vacío en un experto tirabuzón.


- ¿No llega papá?


Los muebles atestados, la disposición de los cuadros y las fotos arrasadas confirmaban una rara y apasionada insistencia de las cosas. Objetos que parecían haber salido del mismo vientre de mujer del que él salió, pero sin carne, sin alma ni posibilidad de traición alguna. Y le asaltó entonces una lástima sorda de una antigua rabia, el día en que el mundo era ajeno y desafiante y era fácil agazaparse en el vientre de la madre contra el Sol canicular.


Pero había que salir para ganar, para saltar al reino de la libertad. Había que salir y huir hasta que los pies no reconozcan ni un palmo del suelo que pisan con loca alegría, aunque se hundan en el cieno más despreciable. No importa; siempre es más hermoso ceder los pies pesados a la tierra cuando ya han crecido las tenaces alas para avistar desde lo alto el incendio de la carne antigua, y seguir sin sombra de arrepentimiento.

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