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Mostrando entradas de abril, 2013

Norma Jean (1)

Hasta los 12 años me creí invisible. En Hawthorne, donde me había dejado mamá, solo la compañía de Bloom parecía rescatarme de aquella pompa jabonosa en la que los vecinos de los señores Bolender se empeñaban en conservarme. Y yo, resignada, me entretenía en ensartar preguntas con las más estrafalarias respuestas, pergeñando un loco juego de abalorios que solamente el tonto Jenkins y yo conocíamos. Cada cuestión que me asaltaba hacía más menudo y resguardado mi mundo y daba sentido a aquel corazón de niña desarmado por hospicios y visitas nocturnas. El tonto Jenkins era el último hijo del predicador y gozaba de la misma generosa atención por parte de su familia que la que los Bolender dispensaban a Bloom para mi desdicha. Los padres de Jenkins acostumbraban a dejarlo vagabundear la mayor parte del día por los vastos descampados que el verano acribillaba sin piedad. En aquella soledad, con su boca de bobo abierta buscando los confines lo conocí y se convirtó, casi por milagro, en

Norma Jean (2)

Cuando desperté, hacía ya 21 minutos que el doctor Greenson me había asesinado. Junto a mi cama, dos bolsas de basura contenían cientos de mechones de mi melena rubio platino que aún no habían recogido los camareros sobornados. En la cómoda, una camisa blanca ribeteada, una falda hueso plisada y zapatos negros de tacón plano me recordaron la última conversación con el doctor, sus llamadas a una voluntad mayor, más esmerada, menos ingenua, a una mayor dignidad, Norma. Sin embargo, fue ponerme los leotardos aquella mañana de agosto y darme cuenta al instante de que había renunciado con alguna ligereza a los retiros de Hallow Springs, donde hubiera dormido hasta tarde y engordado a placer, por las tapias y las esteras del convento de Saint Clements, Oración y ayuno ocasional. Te hará bien, reina. El “Washington Post” velaba mi cadáver. Las radios y los televisores tensaban la Unión de este a oeste. Las amas de casa lloraban y se olvidaban de besar a sus maridos antes de que estos

Norma Jean (3)

En medio de la nada de aquel desierto tejano, charlamos demasiado sobre mi desaparición del mundo. Jack Clemmons bromeaba sobre la calculada crueldad de los actores de Hollywood. Conocía todos los juegos y excesos de las estrellas y presumía de haberse topado más de una vez con la mierda de más de un héroe del celuloide y de haber trampeado con las reputaciones de muchos en comisarías y calabozos de madrugada. La mañana del 5 de agosto de 1962, en la cima de su fama, entrenado y curtido en miles de ardides y follones, Clemmons vio su oportunidad para culminar su carrera como jefe del cuerpo de policía de Los Ángeles de la forma más lucrativa. Después de una charla rutinaria con sus hombres, a los que había adiestrado durante más de diez años y que le adoraban y obedecían con fe ciega, se dirigió a mi apartamento donde se había citado con el doctor Greenson, casi una hora después de mi muerte. El doctor le confirmó mi huida a Saint Clements en la Matarazzo 532 con los camareros s

Norma Jean (4)

Conducí su coche hasta el rancho. Hurt había decidido pasar la noche en el Reginald y descansar de su ebriedad en una de las habitaciones de aquel hotel, donde también contaba con un pequeño despacho. Apenas había cinco millas hasta el rancho de Clemmons y la carretera, aunque solitaria a aquellas horas, obligaba a prestar una mayor atención, pues aquellos parajes nocturnos empezaban a mostrar el hervidero de vida salvaje que ocultaban al hostil mediodía. Al tomar la salida que llevaba a la vereda del rancho, cambié de marcha hasta dejar el motor ralentizado. El terreno no estaba pavimentado y traté de conducir con cuidado sobre aquel camino abrupto. De repente, a un lado de la vía me sorprendió un gran fulgor. Al principio, solo vi la cúspide de lo que imaginaba un extraño juego de luces que crecían y se extinguían a un mismo tiempo. Al acercarme más, vi claramente que se trataba de una gran pira encendida que ardía a apenas cien metros de los muros del rancho. Me pregunté si Clem

Norma Jean (y 5)

Se conduce mejor por Texas durante las primeras horas de la mañana. No conducí nunca con tanta emoción un Ashton Martin del 57. Piso el pedal hasta el fondo y noto como se tensa el pañuelo sobre mi cabeza de nuevo ensortijada de rizos platino, mientras canto “Diamonds are the best girl’s friends” a voz en grito y me rió con una carcajada repleta de lágrimas. Paso un cuarto de hora a 150 y sueño con la posibilidad de correr algún día a tal velocidad por Key Biscayne un día tórrido de junio con Albert, el preparador de Bette, y bromear junto a él recordando entre risas las rabietas de la señora. Siempre me gustó el estampado floral con sandalias a juego, hacía tiempo que no me veía tan guapa y quizás ahora sería la ocasión perfecta para saber dónde estará perdida Berenice y hacerle una visita sorpresa, agradecerle aquel último consejo –tenía razón, la Twentieth es mejor que la Columbia Pictures-, decirle que se muestre más firme con los hombres, darle un abrazo de hermana, que abando