Norma Jean (1)
Hasta los 12 años me creí invisible. En Hawthorne, donde me había dejado mamá, solo la compañía de Bloom parecía rescatarme de aquella pompa jabonosa en la que los vecinos de los señores Bolender se empeñaban en conservarme. Y yo, resignada, me entretenía en ensartar preguntas con las más estrafalarias respuestas, pergeñando un loco juego de abalorios que solamente el tonto Jenkins y yo conocíamos. Cada cuestión que me asaltaba hacía más menudo y resguardado mi mundo y daba sentido a aquel corazón de niña desarmado por hospicios y visitas nocturnas. El tonto Jenkins era el último hijo del predicador y gozaba de la misma generosa atención por parte de su familia que la que los Bolender dispensaban a Bloom para mi desdicha. Los padres de Jenkins acostumbraban a dejarlo vagabundear la mayor parte del día por los vastos descampados que el verano acribillaba sin piedad. En aquella soledad, con su boca de bobo abierta buscando los confines lo conocí y se convirtó, casi por milagro, en