El poeta (y 5)


Querido Vlado,
Recibí esta mañana tu telegrama de felicitación desde Zagreb y me causó una emocionada sorpresa. Siempre es gratificante recibir una cordial felicitación de un viejo amigo, doblemente viejo, bien a mi pesar, pues hace demasiado tiempo que no me reconfortan tus buenas noticias ni siento como propias tus contrariedades. A pesar de tal circunstancia, quiero pensar que Maja y los niños se encuentran bien, y que todo ello redunda en tu dicha.


Intuyo que la nueva que me ha traído a París la has conocido a través de los periódicos, del mismo modo que tu vida política se entromete muchas mañanas en mis desayunos. Ya sabes el pudor que me causan todos estos parabienes y la atención que de vez en cuando me dedican los periodistas. Sin ir más lejos, hace unas horas he concedido una entrevista a una muchacha para un conocido medio francés, y es posible que a estas horas mis palabras y palabrotas estén siendo calcadas por el ritmo frenético de la imprenta. Me río de este inesperado rato de popularidad. Por lo visto, la poesía continúa interesando a la gente y mis libros tienen cierta aceptación en el extranjero. Pero ya conoces mi timidez con estas cosas y lo poco que me inspira el protagonismo.


Mi vida ha sido siempre oscura y constante como la de una hormiga. Me di cuenta pronto de que no servía para batallar, de que no estoy hecho para luchar, y ya es difícil conseguir un cierto prestigio en las letras salvando todo tipo de trampas en esta selva enmarañada que es el mundo de los escritores. Tu vida, Vlado, en cambio, parece haberse guiado por muy diferente sentido. Tú fuiste siempre arrojado, beligerante, persistente, y las puertas de la política y el bien común estuvieron abiertas para ti desde bien temprano, cuando luchaste con Tito como partisano. Saludé siempre tus triunfos, sufrí tus decepciones, y padecí aún más no poder celebrarlos o lamentarlas sino con el lejano corazón del lector de diario.


Vlado, estoy esta noche sólo escribiéndote desde esta habitación de hotel parisino en que me hallo gracias a un sincero y emotivo reconocimiento con el que los profesores de Eslavas de la universidad me honran; y, sin embargo, no soy feliz. Si es cierto que la primera razón del júbilo es tener la certidumbre de que uno controla y guía como cree y debe su vida, y que ésta, gozosamente, se ajusta a nuestra voluntad, entonces no me creo dichoso. Estas últimas horas he sentido un fuerte dolor de conciencia que sólo a ti quiero confesar por serte conocidas las razones posibles que la propician, y , por esta razón, creo que sólo tú puedes llegar a la máxima inteligencia de mi inquietud.


Anteayer, ayer y es posible que hoy vaya a encontrarme en los papeles nuevas noticias acerca de la preocupante evolución de los aconteciemientos políticos en nuestro país. Conoces mi ineptitud a la hora de afinar mi comprensión sobre asuntos políticos, y que mis intereses particulares jamás se han avenido con ellos. No obstante, sabes que mi razón y sentimiento guardan un emocionado reconocimiento a toda nuestra cultura. Aun así, no ignoras, igualmente, que yo, como Whitman, siento a toda la humanidad como a mí mismo, y me amarga profundamente cualquier tipo de discordia y de falta de entendimiento.


Pienso en la fortuna de nuestra generación, Vlado. Desde nuestra juventud hemos conocido el rostro oscuro de la guerra y sabemos cómo nuestro entendimiento puede nublarse con el mínimo argumento y llegar a actos inescrupulosos, hasta el último grado de vileza. Debes estar pensando que mi inquietud no está muy fundada y es posible que me esté dejando llevar por un temor ilógico. Pero no deseo que mi tierra vuelva a presenciar una tragedia colectiva como la que contemplaron mis ojos tan jóvenes... Tengo, además, la más fiel convicción de que tu corazón siente y lucha por el bien supremo de todos nuestros hermanos.


Pero no es ésa la única zozobra que me desvela esta noche que te escribo. Toda mi vida, desde bien joven, la dediqué modestamente a Diana, que tanto me falta, a mis clases y a mi poesía. En este sentido, no he podido existir sino en un silencio provinciano, lleno de familiaridad y sencillez, que tan perfectamente se ha adecuado siempre a mi temperamento. La razón de mi amor a Diana y a mi profesión la conoces bien, querido Vlado; la razón de mi dedicación poética se la debo toda a nuestro maestro común, a Enzo Petrolini.


Oh, Vlado, no sabes cuánto he extrañado a Petrolini durante todos estos años, no puedes ni sospechar cómo he escrito todo verso, toda página de relato, todo juicio de un estudio crítico, cualquier obra que he traducido llevado en cada momento por una oculta y esotérica presencia de su espíritu en mí, como si se tratara de una invocación continua e inextinguible. En los momentos de mi dedicación creativa, el corazón rutilante del italiano parecía golpear oscuramente en mi interior, como si hubiera querido manifestarse totalmente en mi poesía y en mi propia vida. En esos momentos sucumbía a accesos de melancolía y a previsibles problemas de conciencia en torno al último recuerdo de Petrolini, a sus últimas horas, aun hoy tan ignotas para mí, y al homenaje sincero que debo a su inestimable persona.


Tanta es la admiración que siempre sentí hacia él que he creído, sin sombra de engaño ni de autocomplacencia, que mi obra toda y hasta el amor que guardo a las pequeñas cosas que me han seguido está infundido por el aura lejana y herida del maestro; y que él, que jamás tuvo la fortuna de dejar un testimonio poético, años después de desaparecer en la marea cruel de aquella guerra, me legó en cambio sus claras facultades para que, creando mi obra y, con ella, mi propia vida, diera cuenta, al mismo tiempo, del amor y la generosidad con la que nos asombró desde el primer día.


Por todo ello, Vlado, no puedo traicionar la silenciosa correspondencia que me une todavía a él con el tributo sincero y entrañable con el que quieren agasajarme mañana, y que poco o nada merezco. ¡Qué claro veo ahora, a fuerza de honestidad, que no puedo homenajear su silencio fructífero sino con mi silencio, y así enaltecerlo! Y que mañana, cuando no rompa ningún aplauso cerrado la soledad de la sala, resuene quizás más claro y vibrante, por virtud del silencio, el último y más preclaro de sus consejos. Sólo así, con el acto de mi renuncia, habré podido conciliar definitivamente el tributo que le debo y no puedo postergar más con la sinceridad que me exijo constantemente.


Me despido de ti, Vlado, haciéndote partícipe del sentimiento que me ha reunido con Enzo Petrolini y la exhortación ineludible que me impongo. Sé que confiándote mi tribulación procuro sortear cualquier distancia que nos separa y manifiesto más hondamente la amistad irreductible que nos alegra. Tengo plena confianza en que todo será propicio para que muy pronto podamos abrazarnos de nuevo, mi viejo amigo.


Besa tiernamente a Maja y a los niños.


Tu hermano,


Milos


(Junio de 1991)

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Fiesta (y 10)

La Fiesta (9)

La Fiesta (8)