Nosotros, los sentimentales.


Es indiscutible que eras, y probablemente sigas siendo, un sentimental; sólo un sentimental puede querer proporcionarse gratuitamente el lujo de una emoción, le reprochaba Oscar Wilde a su amante en sus últimos días. Wilde siguió hasta el final la religión del esteticismo, que no permitía la expresión de las emociones sino en las contadas ocasiones en que éstas resultaban ser la sombra de ellas mismas, esto es, algo estudiado, meditado, producto de una mente creativa y no efusión espontánea de un temperamento.


Wilde era, en cierto sentido, un antirromántico, y eso le hacía por añadidura un antiburgués. Y es que el romanticismo que había aparecido a finales del siglo XVIII como una actitud artística de una juventud rebelada contra los usos y las modas de sus padres, sufrió a lo largo del XIX una mutación social curiosa que le llevó de ser algo semejante al sentido y motivación que las corrientes contraculturales tienen en la actualidad, a acomodarse a la mentalidad y sensibilidad de la clase social más relevante del siglo, la burguesía. Y todo ello, basando su condición en un elemento que a lo largo de la historia de la cultura había sido despreciado y confortado por igual: los sentimientos.


Pocas cosas han caracterizado las épocas de la cultura y han delatado a un tiempo su potencia y su debilidad como la consideración y expresión de los sentimientos. Nuestra época es bastante paradójica a la hora de enfrentarse con la expresión abierta y desinhibida de los sentimientos, por un lado, y con la porción de responsabilidad que se deriva de la confesión sincera de nuestros corazones, por el otro. Vivimos rodeados de los pequeños bosques individuales de nuestras emociones. En cierto sentido, somos producto de una tradición que inauguró el Romanticismo y que se funda en la expresión continua, exhuberante y desatada de nuestra sensibilidad. Este fenómeno ha traído consigo una hipersensibilidad general que uno no llega a determinar si es el resultado de la voluntad emocional de cada uno de nostros; o si bien es ese estado cultural el que ha acabado convirtiéndonos en unos perfectos sentimentales, que no solo no nos extrañamos ante la manifestación espontánea de los sentimientos por parte de propios y extraños; sino que esperamos y hasta reclamamos ansiosamente una dosis importante de cotilleos, charlas con amigos o compañeros, revistas, pelis, teleseries, canciones... que nos den a diario la ración requerida de las más variadas y peregrinas pasiones, y saciar una curiosidad sobreexcitada que no puede pasar ni un solo día sin inundarse en las placenteras aguas de los sentimientos.


Desde que el psicoanálisis nos desnudara a todos, el pudor, el decoro y la sobriedad-las antiguas armas de la mentalidad burguesa- ya no son lo que eran. Desde entonces ya no tememos ir por la vida en pelotas y con nuestras emociones a flor de piel, porque tenemos la feliz confianza de que no nos sorprenderá nada capaz de lastimarnos o dañarnos: nuestro camino es una vía adaptada a unos transeúntes tan desenvueltos como frágiles, tan auténticos y sinceros en sus confesiones y convincentes en la demostración de sus sentimientos como vulnerables ante la primera contrariedad que roce violentamente su descubierta piel hasta la cicatriz.


Existe una paradoja que forma parte de nosotros, los que orgullosamente o a nuestro pesar nos contamos entre los sentimentales de hoy en día: por un lado, esperamos con pasmosa naturalidad que la vida sea un raudal apasionado de emociones y experiencias; que toda ella sea demostración constante de dichosos enamoramientos, afortunadas relaciones y pasiones consumadas hasta el paroxismo. Y, sin embargo, las realidad nos confirma tercamente lo contario: que hay cada vez más aprensión a depender emocionalmente de alguien, y que para evitarlo preferimos optar por una especie de onanismo intermitente en el que sólo en contados casos nos abandonamos generosamente y sin reservas a un amor desinteresado.


El melodrama en que ha acabado convirtiéndose la expresión sincera y honda de las emociones en virtud de su abundancia cotidiana, ha acabado por dar un resultado que encaja razonablemente en el molde individualista de la vida actual protagonizada por hombres y mujeres que se han vuelto contradictoriamente sentimentales, y que están tan amedrentados por el carácter apasionado de la vida como angustiados por el solo hecho de pensar abstenerse de él; tan asombrados ante los ejemplos de un romanticismo excitante como acobardados de querer vivirlo real o imaginariamente.

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Fiesta (y 10)

La Fiesta (9)

La Fiesta (8)