En la muerte de Alfonsín.


Discretamente y con reseñas algo tímidas ha informado la prensa española de la muerte del ex-presidente argentino Raúl Alfonsín. El País le dedica hoy una crónica en la sección internacional de su edición digital; y El Mundo publica un breve monográfico que abunda en su importancia política. Por su lado, La Vanguardia ofrece los apuntes del blog de su corresponsal en Buenos Aires. Los informativos de la televisión tampoco han destacado la biografía de un hombre que merecería un recuerdo más generoso en cualquier lugar del mundo.


A poco que se piense no extraña mucho este velado homenaje a Alfonsín en los medios de nuestro país. Otros son los temas que preocupan a la opinión pública, y así como el anuncio de Coca-Cola nos recuerda en boca de un anciano que quizás no es buen tiempo para que un bebé llegue al mundo (y no aludo al debate sobre el aborto), posiblemente tampoco sean estos días los adecuados para morir y que este mundo, desnortado y aburrido ya por el fantasma constante de la crisis, se digne a recordar las virtudes y frutos de un difunto.


Además, Alfonsín no fue nunca un revolucionario que figurara en el imaginario colectivo (y en las camisetas, gorras, banderas, pósters...) de millones de jóvenes de cualquier rincón del mundo. Ni siquiera fue un líder de masas que congregara en sus carísimas conferencias a acólitos y extraños, o abarrotara plazas entre vítores y clamores mientras sus encendidas consignas sobrevolaban las cabezas y excitaban los corazones de sus incondicionales seguidores. Luego no es raro que al encender el televisor o abrir el periódico que asalta al contribuyente con el titular de la muerte de Raúl Alfonsín, éste se pregunte, con la incomodidad íntima del que reconoce que tiene la primera noticia de alguien que ya ha escrito su última voluntad, se pregunte, digo, quién es Raúl Alfonsín.


Sangrienta fue toda la tierra del hombre, dice Neruda en un famoso verso que es, que ha sido una tristísima constatación de la historia latinoamericana y, en particular, de la de Argentina. La patria que se debatía entre el salvaje gaucho y el europeo desterrado al Nuevo Mundo; el solar de Martín Fierro, desbocado y melancólico, y de Sarmiento, culto e igualmente triste, ha padecido toda suerte de vaivenes: San Martín frente a Rosas; la abundancia de los tiempos de Irigoyen y las hiperinflaciones contemporáneas; Perón, muerto y resucitado cada primavera; y esos cuentos de terror que nos relatan las dictaduras militares. Parecía imposible que el hombre cívico, defensor de los derechos del ser humano en toda su integridad, pudiera salir de aquella ratonera represiva en que se había convertido su tierra hacia 1980, cuando prácticamente todo el Cono Sur (Argentina, pero también Chile, Uruguay y Paraguay) estaba dominado por el terrorismo de Estado y la impunidad. Y, sin embargo, en octubre de 1983 el mundo conoció la labor de un abogado bonaerense que había ofrecido sus servicios legales de forma gratuita a los perseguidos por la dictadura reciente; que había fundado periódicos en los que llamaba cotidianamente a la ciudadanía a no sabotear la libertad en nombre de ninguna tentación autoritaria; un hombre, en fin, que se colocaba la banda blanquiazul de la Presidencia de la República para llevar a cabo ese trabajo titánico que supone dirigir una transición democrática.


Solo si se tienen en cuenta la situación de la Argentina en los años ochenta y la cantidad de desafíos planteados a su primer gobernante democrático, se puede llegar a reconocer la labor inapreciable de Alfonsín. Con la pericia de un funambulista, pragmático, pero sin sacrificar jamás sus ideales -que tuvo la fortuna de compartir con la mayoría de sus conciudadanos-, Alfonsín restauró la democracia y procesó a los responsables militares de los crímenes de la dictadura, a la vez que controlaba los continuos riesgos de golpe de estado que estuvieron a punto de llevar al país a una situación de guerra civil. Las leyes de "punto final" y de "obediencia debida" son quizás las grandes consecuciones de un gobierno que, si bien no pudo afrontar la crisis económica, sí pudo afirmar definitivamente el poder civil contra cualquier tentativa autoritaria.


Así pues, conociendo quién fue Raúl Alfonsín y en qué consistió su mandato podremos saber lo que no fue: ni un déspota, animado solamente por su poder; ni un corrupto, que entra en política por la sala de la tesorería; ni un demagogo, que sólo quiere que su voz llegue inmediatamente, a trompicones y distorsionada a un público del que ya tiene el favor. Los funerales de Alfonsín no están siendo los de la "Mamá Grande", ni falta que hace: todo aquél que le valore honestamente le agradecerá, hoy y mañana, haber dado una esperanza real de libertad a la Argentina y a toda Latinoamérica.

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