La Fiesta (8)

 Habían llegado a un lago con embarcadero hacia las dos de la madrugada. Flotaban boyas y en el extremo de una pasarela el golpeteo monótono del agua. Titilaba el agua quieta y se escuchaba un rumor lejano de coches tras el lago. Tania aprovechó para fumar un cigarrillo sin dejar de mirar el horizonte iluminado por láseres de discotecas de La Fiesta. Haller la miraba desde el capó del coche. Aquellas botas de tacón le sentaban bien, pero no la hacían mucho más alta, o menos baja. Sintió un escalofrío. Un momento te define, pensaba, a sus ojos aún sería el chaval que se retiró de la cama cuando ella tenía más ganas, del mismo modo que aquel Víctor era poco más que unas manos de patán sobre sus pezones. Se acordó de la primera vez ¿y él, qué le pareció a Tania? Tania, la de las tetas mustias, ahora estrella de La Fiesta. ¡Qué imbécil puede ser uno, de no haber visto lo que veían claramente tanta gente, aquella multitud de la playa, de toda La Fiesta!

    Tania apagó su cigarrillo bajo su bota de punta y se dirigió al extremo del embarcadero. Allí se encontraba una embarcación que Haller ya supuso que fuera de ella.  Pasó su móvil por un lector de escáner que había en una escotilla y en un momento salió a la cubierta.

    —Entra Pablo—dijo alzando la voz—. Cortesía del Jefe—Y volvió a  meterse en la nave.

    Haller se vio entre el lujoso Porsche y el yate de Culler fuera de terreno. Le daba vértigo mirar sobre la altura a la que ya se acostumbraba Tania, tal vez por ir con esos tacones. Se metió en el yate como quien se adentra en el vientre del jefe Culler, con respeto devoto. Un catre desenvuelto y un ligero olor a tabaco le sorprendieron poco después de los  motivos de la decoración kitsch marinera en medio de las escotillas. En un extremo, un pequeño televisor encendido en silencio daba imágenes en blanco y negro. Tania salió del camarote de baño desnuda y Pablo la contempló bajo la luz chillona del yate. Fue inevitable que Haller retomara el mote que la caracterizaba. Aquellos pechos habían crecido, más tonificados y sanos, pero sin duda ninguna clase de cirugía los hubiera tocado. Tania le tomó las manos y se las llevó a los pechos. El silencio del televisor o la luz falsa de aquel interior naútico daban un peso mayor a aquellas pechos que años antes desdeñara. Tania cerró los ojos mientras Haller le acariciaba, luego Pablo bajó sus labios hasta los pezones y resiguió con la punta el diámetro de los senos.

    Tania se acostumbró a que aquel bebé le colgara del pecho el día entero. Se desengañaba y sabía que podía amamantar. Tras el segundo parto fue cuando le llegó más leche, confirmó definitivamente su maternidad, incluso parecía más oronda y hasta tardó en recuperar el peso anterior al embarazo. En ocasiones sentía rabia de que durante aquellas tareas de lactancia tuvieran que estar aisladas en los módulos de chicas. Hubiera sido justo cruzarse entonces con Victor y enseñarle a aquel bebé que sostenía y no la soltaba en todo el día con sus labios tiernos en los pezones que tantos otros chavales adoraban. No le bastaban sus bebés y a veces ayudaba a las chicas de su módulo en la lactancia. Las tutoras, contentas, le dieron a elegir entre lactancia o fornicación. Tania dudó varios días, fornicar era algo abrupto, no todos los chicos eran experimentados ni todos los penes le penetraban con la docilidad que mostraban siempre los bebés hambrientos. Pero no quería renunciar a nada ni saber que estaba superando sus deberes. Solo si a partir de entonces, fornicaba con muchachos de su edad, nada de novatos, ni gallitos sementales. Y se encontró con Haller. Lamió aquella noche por primera vez el pene de hacía cuatro años, tan a tono como le parecían a él sus pezones. Cuando él bajaba de sus senos y ella subía de la polla se cruzaron los ojos de ambos, sonrieron, hoy mejor, dijeron entre dientes. La cama del jefe Culler, con el ligero mecer de la nave, obró lo que no pudo la juventud sobre los muelles del bungalow en los campos, menos mullida la cama, Haller estaba hoy ansioso, embestía con la fuerza que se había dilatado desde aquella tarde en los campos  y penetraba a Tania, que se pasaba la saliva por los pezones siguiendo el ritmo de su chico. Luego rodeó con sus piernas a Haller por su espalda y le obligó a seguir diez veces más. Sobre el hombro de Pablo sus ojos entreabiertos veían las imágenes de la tele colgada en un rincón, no cesaba la noticia de hacía diez días, riadas de cadáveres en la piscina de la fiesta gay, al mismo tiempo que sentía la saliva y sudor de su chico en sus ojos y mejillas, en la yugular. Caliente aquella agua como lo estuviera la de la piscina aquella mañana aciaga con toallas sanguinolentas y camillas blanquísimas como las sábanas de pelos púbicos. Apretó sus piernas sobre la espalda y clavó las manos en las nalgas de Haller, que se detuvo la embestida en un río caliente y un jadeo adorable que Tania oía por primera vez en un hombre. Solo por verlo así lo hubiera amado siempre; el rostro sonrojado y brillante de sudor, el pelo rubio hirsuto, contraídos los ojos en el placer de tenerla, de haberla llenado, sintiendo sobre su vientre todo el peso distraído de su amante. 


Comentarios

Entradas populares de este blog

La Fiesta (y 10)

La Fiesta (9)