La Fiesta (9)

 Culler volvió a correr la cortina y, con cierta estúpida prevención, miró a su alrededor. Abrió el archivo con codicia de niño. Un  video junto a un documento de cinco páginas y unas instrucciones. Mientras veía el video, el Jefe volvió a rememorar los días en que su padre era ministro de sanidad. ¿Qué lugar ocupaba Cuesta entonces? Un leguleyo en el ministerio, el jefe de prensa, en Cuesta estaba la llave para dominar la versión desfavorable de aquella crisis que se abatía sobre el gobierno. Le salió el tiro por la culata después de ordenar la censura sobre el contenido de un tabloide, que acusaba al ministro de medidas eugenésicas en contra de los ancianos. Qué ironía, el gordo empezaba a coger carrerilla mientras naufragaba el barco. No se lo contó pero se lo imaginaba: una agria discusión en el ministerio, el ministro ya no se llevaba bien ni con sus asesores, a su padre le gustó poco aquel gesto de Cuesta. Cortó por lo sano, se fue él para no tener que echarlo. Desde entonces ninguno de los dos quiso saber del otro. Pero Cuesta tenía hocico más que narices y se había acostumbrado a oler el rastro. Distinguía a los humanos por el hedor que echaban y sospechaba aún más de quien cubría su pestilencia con perfumes neutros. Después del padre iba a por el hijo, pero a diferencia del viejo, aquel treintañero ya lo había logrado todo, y parecía inamovible. Fue cuestión de tiempo corroborar que en aquel gurú de telerrealidad estaba el mentor de las próximas generaciones. Había que rendirle pleitesía: apestaba, pero con la peste dulce de algún alimento lascivo, demasiado voluptuoso para privarse de él con el odio. Después de ver el video, Culler leyó el documento: entonces confirmó que su padre continuaba obsesionando a Cuesta.

—Te quiero, mamoncete—y apagó el ordenador.

Se guardó la cajita del anillo en el bolsillo, se puso las chanclas y salió de su refugio. Al bajar por las escaleras de camino al embarcadero, Culler se topó con una caña de pescar entre distintos artilugios de navegación. La tomó aunque sabía que no la usaría. Se acercó al yate, lo bordeó con calma, dejándose llevar por la serenidad de las riberas y con las manos en los bolsillos se decidió a entrar.

La embarcación renqueó ligeramente al poner el pie sobre la amura. Haller seguía tendido en la cama desnudo. Culler se fijó en las nalgas blancas del chico que se averiguaban entre sombras. Culler aprovechó para levantar dos escotillas, entró la luz del mediodía. Haller, sorprendido, se cubrió con la sábana:

—Lo siento—vaciló Haller.

Culler sonrió.

—No te preocupes, Pablo. Tania está bien—el jefe Culler tomó el mando y encendió el televisor. 

Pablo no sabía qué mirar, si el rostro divertido de Culler que lo observaba, para mayor ridículo, la luz cegadora que entraba por las escotillas o el televisor donde aparecía Tania en una entrevista en directo. Culler se enterneció por un momento por el arrobamiento de aquel chico, mientras escuchaba a Tania que en un conocido programa del extranjero seguía alabando a La Fiesta. Haller contemplaba de reojo al Jefe Culler, que apenas apartaba la mirada de la estrella, dominada, con un discurso serio, pero no grave, decoroso, pero no encorsetado. Culler subió el volumen en el mismo momento en que aparecieron imágenes de Darko. Haller no pudo evitar moverse en el catre con un ligero ruido del colchón. La embarcación también acusó el vaivén. ¿Qué tenía que ver Tania con su coach? Una tras otra aparecían imágenes de Darko en sus mejores momentos, sonriendo como Haller pocas veces recordaba: le estaban presentando una versión tan óptima del coach que Pablo estaba a punto de echarlo de menos. El Jefe Culler bajó la cabeza y apartó la mirada por un instante; luego sacó de su bolsillo la cajita y se quedó jugando con ella entre sus dedos. Haller miraba ahora francamente al Jefe. Tenía la vista clavada en una escotilla con los ojos contraídos por la fuerte luz que penetraba en tan angosta abertura. Era un perfil atractivo, bronceado, curtido, maduro, pero con cierta frescura ingenua, con una expresión abstraída, pero que denotaba firmeza. Haller vio que aquel rictus dibujaba poco a poco una sonrisa tímida que poco después descubría sus dientes. Volvió a mirar el televisor. Tania no cesaba en alabar las virtudes de Darko, hasta el punto de parecer un discurso ensayado; pero Haller sabía perfectamente que Tania podía improvisar con gran talento. Algo sospechaba Haller y para cesar esa inquietud saltaba entre la imagen de Tania y el perfil sonriente del Jefe, que se pasaba de una mano a otra la cajita. Luego llegaba un fuerte aplauso que despedía a Tania mientras besaba a la presentadora. Culler apagó el televisor.

—Toma, Pablo, esto es para ti—y le lanzó la cajita que Haller atrapó al vuelo. El jefe Culler se levantó de su asiento y se desperezó sin dejar de sonreír a Haller—. Vístete, en casa te espera el desayuno—. Y Culler salió del yate.

Haller esperó a que cesara el vaivén de la nave y abrió la cajita. Era un anillo plateado con el símbolo de La Fiesta. Dudó entre volver a cerrar la cajita o ponerse el anillo en el dedo. Miró por la escotilla cercana. El Jefe Culler trabajaba con el sedal de su caña en el embarcadero. Intentó averiguar si llevaba anillo, si era preciso ser como el Jefe y dotarse de uno. Miró las sábanas arrugadas y sus ropas en el suelo, ¿cómo había desaparecido Tania sin notarlo? ¡Y para ir a un programa extranjero a hablar de Darko! Y apretó la cajita hasta cerrarla.

Afuera el Jefe Culler tensaba la caña y la dejó tendida sobre el lago. Le sorprendió Haller por detrás y su cara perezosa.

—Mi padre decía que hay que esperar media hora para que piquen—le dijo el Jefe. En seguida se dio cuenta de que Haller no entendía; disimuló su confusión mirando el extremo del sedal hundido limpidamente en el cristal de agua. Culler sacudió la cabeza—. Vamos.

 Subieron las escaleras que daban a un mirador sobre el lago. Entraron por la puerta corredera en un salón amplio, semioscuro y fresco, con un ligero olor a (plantas) que Haller no sabía si llegaban de la terraza o del pequeño patio interior aledaño. Les recibió un sirviente vestido de paisano, en bermudas, chanclas y camiseta, pero de muy buenas maneras y se sentaron a la mesa. Culler tomó un cuenco de fruta.

—Son cerezas de la región, riquísimas—y Haller cogió varias enlazadas. Culler unió sus manos con los codos en la mesa y Pablo se dio cuenta de un anillo, más discreto que llevaba.

—Gracias por el anillo, señor.

—No me llames señor, Pablo. Ni siquiera Jefe—dijo Culler. A punto estuvo de delatarse y se contuvo con pericia—. Es un regalo de Darko. Así le recordarás como merece.

Haller sintió un malestar en la boca del estómago. A punto estuvo de preguntar pero le interrumpió un viso melancólico de Culler. Se llevó a la boca un gajo de naranja mientras Culler jugaba con la cucharilla removiendo el café.

—Sé que has tenido dificultades a la hora de encontrar proyectos, pero yo te quiero ayudar—. Haller notó el gustó de su café más amargo tras el gajo de naranja—. Así lo hice con Tania.

—¿Usted fue el coach de Tania?

—No exactamente. Pero acabé de darle el impulso que necesitaba.

Culler sorbió de su café sin dejar de mirarlo. En aquella mitad de la cara, Haller parecía verse a sí mismo con unos años más.

—Suena fantástico.


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