La Fiesta (y 10)

 Son imágenes icónicas, no sé cuántas veces las habré visto, estudiado, comentado. En sí no son más que vulgares instantáneas de un día de recreo en la playa, bañistas que sonríen a la cámara, chapuzones a las orillas, picardías, bromas y poco más. Pero la doctora Tillman nos aconsejaba la semiótica del contexto, cargar cada documento de su significado, decía con esas palabras que hoy me parecen pedantería académica de antaño. Recuerdo que no obtuve la máxima calificación debido a algunos detalles de contexto. Pero hoy entiendo las reacciones de aquellas gentes ante lo que sobreviene en ese vídeo de una forma más cabal, más desprejuiciada. He aprendido a comprender La Fiesta porque me he acercado a ella ya sin mirada extranjera. Cuando vuelvo a mirar aquel video se me parte el corazón, y eso significa que buen cariño y afecto he acabado por sentir por algo que ni siquiera viví de lleno. Pero cuando uno se acerca a documentos que presagian una calamidad no puede sino apiadarse de todos aquellos seres que hacían sus vidas en la máxima inocencia, ajenos a lo que vendría y acabaría con su forma de vivir y entender el mundo. Una catarsis, decía la doctora Tillman, simpatizar con el dolor ajeno.

Veamos,pues,lo que pude entender de aquel suceso trascendental. Era un domingo, seguro, porque solo en aquellos domingos la gente, incluso la ociosa gente de La Fiesta, solía poblar en masa las playas. En la época prepandémica, los domingos solían ser los días de asueto por excelencia; hasta el más mezquino explotado lo sabía y exigía su descanso dominical, así lo llamaban. La Fiesta había conservado aquella rémora con la que los prepandémicos guardaban aquel día para la celebración de sus supersticiones cristianas. En esos días, aún más de verano, los ciudadanos de La Fiesta solían concederse libertades, más allá de sus ocupaciones muy flexibles y sin rastro de ataduras, lo que les habían convertido en seres que, aunque disciplinados, eran poco curtidos. Amaban los baños de sol, oscurecer sus piel como un signo de atractivo físico asociado en muchos casos a la juventud. La doctora Tillman se refería a eso cuando hablaba de cargar de sentido las meras imágenes: pregúntese qué buscaban aquellos ancestros en las playas, porque adoraban tenderse bajo el sol durante horas como hacen los réptiles de los eriales. Ellos tostaban su piel no por el placer de envejecer, como nosotros, sino como signo de juventud. Admiren, pues, concluye la doctora, que a pesar de las insalvables diferencias, aún hay cosas que nos unen, apetitos en la que los humanos de distintas eras estamos compenetrados secretamente. Cubrían sus cuerpos con los mínimos harapos, fueran estos dignos de vergüenza  no, todos jóvenes, ni un viejo, ellos yaciendo, bañandose, comiendo en sus toallas tendidas sobre la arena, masajeando sus cuerpos con crema anti radiación solar, besándose en su completa ceguera y horror a lo  venerable.  Viéndolos así se diría que eran felices, pero lo cierto es que bastaba un mínimo roce para verlos sucumbir. Pero, disculpadme, ya me estoy dejando llevar por prejuicios. A lo mejor los envidio, como se envidia aquello que es ignorante, inocente, inmaduro desde la altura cansada de la sabiduría. 

Es un hombre joven, uno más, que ríe cómplice a la cámara. Luego dirige su objetivo a su amiga, también joven, que cumple años. Parece que la consuele de su aniversario, no le gustaban cumplir años a la gente de La Fiesta. El hombre alude a la presunta vejez de su amiga, esta se irrita, hunde su rostro en la toalla sobre la que yace mientras le dedica un gesto obsceno con el dedo corazón y, por eso, el hombre se regodea aún más. Bromean, es lo que sé ahora, entonces era común burlarse de alguien aludiendo a su proceso de envejecimiento, y admito que es encantador ese rifirrafe entre el hombre que insiste en sus burlas,  y la mujer, que se hace la ofendida. Entonces el hombre dirige la cámara a su rostro: habla con el virtual espectador acerca de lo sonsa que es su amiga, esperando complicidad de algún conocido que ha de ver aquel video. No se le ven los ojos tras las gafas de sol. En un momento alza el objetivo y se ve el horizonte de las dunas de arena que limitan esa playa. Algo aparece, indistinto. Como si tuviera un insecto detrás suyo, o algún imprevisto que, por suerte, haya advertido a tiempo, el hombre con la cámara no deja de grabar lo que se mueve allá detrás. Ve que avanza, y es ya un cuerpo de mujer con algo que lleva de los brazos. Deja de bromear y sonreír para atender solo a lo que se acerca sin cesar desde el extremo de la playa. Su amiga le requiere desde su lado, y le pregunta a qué se debe ese silencio; pero el hombre ya dirige la cámara hacia aquel intruso. Con zoom amplía la imagen y aparece una mujercita, con un bebé en sus brazos. Viste una túnica blanca, que a primera vista parecería una combinación como la que usaban las mujeres para ir a la playa. El hombre sigue su ruta y celebra que no se dirija a ellos; por contra, se acerca a otros bañistas que al incorporarse sueltan imprecaciones odiosas a voz en grito y huyen hacia el agua en un mismo tiempo. Cuando dejan de escucharse las voces de los bañistas estalla el llanto de un lactante: el llanto se oye claro, diáfano desde la distancia en la que el hombre graba desde su ángulo la escena, cuanto más en los bañistas que yacen alrededor. La mayoría se incorporan de sus siestas, salen del relax en que se encontraban y se erizan, se contraen, poniéndose de pie con posiciones de defensa las mujeres y, algunos hombres, con amagos de violencia, lanzan sus sandalias y capazos, todo lo que tienen a mano, contra la intrusa y su retoño. Desde la orilla a la que han llegado los primeros huidos, los bañistas sueltan a voz en grito voces de socorro. En el máximo de la desesperación, el compañero de la bañista la abraza sin dejar de maldecir a la mujercilla. En un momento se hace un claro en la eran de la playa atestada de gente. Eso hace más visible a la mujer y su bebé y procura que pueda ir sorteando a los bañistas nuevos y causando semejante reacción de repulsa entre ellos (...).


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