La Fiesta (6)

(...)Fui llamado a altas horas de la noche en el módulo de los campos en que dormía. Recuerdo que aquella semana tenía a mi cuidado un crío de once años y que me tocaba instruirle en nociones básicas de agricultura. Los tutores querían darme a entender que confiaban en mí, y que esperaran que fuese un mentor ejemplar, y todos esos rollos. Era raro que un niño recibiera enseñanzas de alguien mayor que no fuera tutor. Normalmente cada niño iba en pareja con otro de su edad y mutuamente se enseñaban. Una semana tocaba ser el maestro, ortro el alumno. Allí, sobre los surcos, con otros niños nuevos a los que apenas conocíamos y que una vez familiarizados con ellos, perdíamos de vista, trabajábamos en ese juego de aprendiz e instructor. Lo que no me di cuenta era el plan humillante que me reservaban, los muy bastardos. Aquella criatura iba a enseñarme a mí, y no al revés. Una semana para volver a aprender aquellas materias pendientes que con diecisiete años llevaba arrastrando desde los once. Los tutores se descojonarían, vamos a ponerle las orejas de burro a este mierda, y sabían que podían hacerlo si no supieran que era un perdedor y que en el fondo me encantaban aquellas burlas y mortificaciones. Aquello me espoleaba y me hacía refugiarme en cosas que no me convenía.

    —¿Recuerdas aquellas lecciones de riego que no se te metieron en esa cabeza que estaba llena de pelos?—me preguntó uno de ellos. Y estallaron las risas—No te preocupes, hay reválida. 

    El crío de once años que me iba a enseñar me miraba con seriedad poco infantil. Me dio respeto aquella criatura que estaba dispuesta a coger una azada más grande que él y enseñarme cómo mearme de nuevo en todos aquellos cultivos. Al quedarnos solos el niño se presentó como si fuera un profesor que llega a su aula el primer día de curso y solo espera un auditorio que le escuche durante una hora.

    —¿Por dónde quieres que empiece?—me dijo señalando los surcos llenos de brotes. El crío empezó a remover la tierra con esmero, parece que ya le hubieran enseñado en las guarderías.

    Intercambiamos ciertas palabras. Llevaba medio año en los campos y era uno de los más adelantados de su promoción. Los tutores le habían cogido cariño y se le notaba que él pequeño saltamontes accedía con gusto a esos halagos.Brilló el metal de la azada. Miré a su cuerpo curvado sobre la tierra. Sacaba una energía espectacular. No sé por qué pero me sentí a gusto con que ese canijo me diera lecciones. No mostraba ningún tipo de vanidad tan común a los mocosos y estaba dispuesto a enseñar. Pero también a dejarse guiar. 

    En seguida supe cómo emplear los recreos con aquel compañero. Era necesario que los compañeros pensaran en juegos que hacer en los tiempos muertos. No teníamos contacto durante todo el tiempo más que con el compañero que teníamos asignado durante la semana y careciamos de otro entretenimiento más que cenar viendo la puesta de sol sobre los arados en los que habíamos trabajado todo el día que despedíamos. Como último recurso siempre quedaba repasar las lecciones del día; cada bungalow disponía de aparatos de video y las lecciones del día en cintas, que se utilizaban para refuerzo. Busqué en la videoteca perezosamente, sabiendo que no iba a matar mi precioso tiempo en esas cosas cuando hallé una cinta con el color de tapas distinto y medio salida. Leí amodorrado. Se me paralizó el cuerpo, eché una mirada a un lado y otro y saqué la cinta para comprobarlo: alguien, tal vez un tutor infiltrado esta mañana, había dejado este regalito aquí. Capté la indirecta enseguida, tocaba trabajar en el turno de noche.

    Esperé a que los recaderos nos dejaran la cena en la puerta para estar seguro de que nadie nos iría a molestar. Luego pusimos la mesa y nos sentamos a cenar. Me tocaba volver a sacar las dotes de mangante.

    —Creo que te has portado muy bien conmigo, has sido muy paciente con tus lecciones y ahora me toca a mí corresponderte.

    Puse la cinta en el vídeo y esperé a que pasaran el contenido. Se trataba de una introducció al mundo de los venerables, la misma grabación con la que me había iniciado, tal vez a la misma edad que mi compañero. Traté de ponerle en antecedentes, le comenté que era un privilegiado, pues le iba a enseñar un modo que solo era accesible para tutores mayores, pero que había considerado que él demostraba madurez para acceder a ellos con ventajas.

—A mí me costó tiempo poder descubrir a los venerables, pero tú vas a hacerlo esta noche—dije bajando las persianas de la única ventana del bungalow y cerrando al puerta con llave—. Abre bien los ojos y las orejas.

    El cuidador interrumpió su relato y dio un salto de susto. Un grito agudo, que más parecía de niño que de anciano, llegaba del otro extremo de la gran terraza. Uno de aquellos tuberculosos estaba tumbado bajo la galería, en la parte en que daba más el sol. Estaba con el pecho y el vientre al descubierto con el albornoz abierto. El cuidador dio un respingo y fue de inmediato a atender a aquel hombre. Al abordarlo y cerrarle el albornoz sobre el cuerpo, el cuidador pidió explicaciones a otro de sus compañeros. Este parecía balbucir y entonces el cuidador le soltó una bofetada impresionante. Luego atendió a el anciano que se quejaba con violencia y empezó a asestar golpes a mi entrevistado. Éste empezó a suplicarle perdón, arrodillándose con una servilismo que me asombró. No había visto que aquel hombre enérgico, capaz de todo furor, fuera tan manso y subordinado hasta ese extremo de humillación. El hombre pedía más cuidado y le mandaba cómo tenía que masajear la crema por el cuerpo. El cuidador asentía continuamente con la cabeza, pidió hielo y compresas, le incorporó en la tumbona y estuvo un buen rato cuidándolo hasta que se volvió a tumbar en medio de una sucesión de toses. Poco después volvió conmigo y me preguntó si había visto lo que había sucedido.

    —Pues así me comporté cuando acabamos de ver el vídeo aquella noche. Yo de cuidador, él de venerable.—dijo. Luego continuó su relato

    Le dije a aquel crío que estaba haciendo un esfuerzo, que no era lo mismo posar unas manos sobre un cuerpo de once años que sobre otro de ochenta, y él asentía. Aún estaba lejos de detestar su cuerpo prepúber, de querer por encima de todas las cosas ser servido luciendo arrugas y ennoblecido con achaques. Pero su genio al mandar y obligarme, su orgullo era el mismo que el de un venerable. Con la prisa de los jóvenes que quieren los dulces al instante, le advertí que requería paciencia. 

    —Nadie accede a La Fiesta en unas semanas, es un trabajo de años. Así también para servir a los venerables y ser, algún día, uno de ellos—le dije didácticamente. Apagué la tele—. Mañana te enseñaré algo más, pero recuerda...

    Me llevé el índice a los labios y apagué la luz. Guardé la cinta bajo llave mientras me sonreía pensando en el benefactor de aquella mañana. Vamos creciendo, somos más, me dije satisfecho mientras me lavaba los dientes(...).


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