La Fiesta (4)

 (...)De repente escuchó voces de niño en la lejanía. Parecía que llegaban desde más allá de los límites del campo. Tuvo un  acceso de alivio, no era el único que pasaría la noche al raso, es más, otros estaban fuera, en peligro. Salió de un brinco de debajo de la escalerilla con cierto aire de superioridad y se dirigió a la puerta del colegio. Estaba abierta, menos mal; pero ya no pudo abstraerse de los gritos que llegaban tras las cercas de los corrales. Eran gritos de júbilo, como las del recreo. Un recreo de noche, pensaba, y se estremeció de placer.  Desde la puerta  observó a lo lejos,  y la reconoció. Era ella, había pensado en ella al borde del llanto, cómo pudo ser que no llegara, y estaba allí. Se giró, se rió y le pidió que fuera hacia ella. La tutora amiga le invitaba al recreo de noche. Recordó cómo le latía a mil el corazón , con el libro debajo del brazo, a punto de caerse, en el camino de los corrales a la tutora. Al llegar, la tutora le pasó el brazo por encima. Ahora la veía de cerca, olía a colonia fresca, aroma de noche de niñez.  Pero lo que abrió fueron los ojos y miró al frente: vio a niños que solo conocía de vista, niños de otros módulos que la tutora amiga tenía a su cargo jugaban con hombres como el tío del filme. Hombres mayores, viejos barbudos incluso. Uno de ellos, bajo una farola, levantó el brazo. La tutora con una sonrisa enorme le animaba a ir hacia aquel desconocido: Vamos, decía, tu abuelo te espera, y le empujó suavemente hacia el hombre bajo la farola, vamos, vamos.

    Haller se estremeció en su butaca mientras el niño del filme seguía tironeando aquella barba de su abuelo. Una barba que el blanco y negro hacía más suntuosa, más digna, como la de un antiguo patriarca. Haller sintió un ligero mareo. Trató de hallar a su compañero, en la butaca de al lado. Su rostro de perfil, iluminado por la pantalla, apenas mostraba extrañeza ni gesto alguno que no fuera una confianza, como si el compañero ya hubiera visto el filme cien veces y continuara deleitándose. El viejo cantaba ahora una vieja canción navideña, mientras el padre del niño tocaba el piano. 

    Ven aquí, pequeño, siéntate en mi regazo, le dijo el abuelo. Haller vio a otros niños en otros regazos de ancianos. Hubiera querido que aquellos niños fueran sus compañeros de módulo; pero no desconfiaba del hombre: sabía que era amigo de la tutora amiga. Cuando quiso hallarla en el fondo, ya estaba sentado en las piernas de aquel hombre viejo, que había abierto su libro de cuentos frente a sus ojos. Escuchó la maravilla del cuento en aquella voz rugosa de anciano. El libro que le costaba leer, salía fluidamente, con increíble melodía de la boca de su viejo. Como el anciano del filme, su abuelo parecía cantar aquel relato. Reconoció los dibujos en las palabras del viejo sin dejar de observar la barba iluminada bajo la luz de la farola. Sentía la barba rozándole la cara lampiña, el aliento que destrenzaba las palabras, ese hombre era divertido a ratos. ¿Un hombre?, pensaba Haller ahora con el capricho interrogatorio del niño, no, no es un hombre, no abundan en La Fiesta, ni entre los campos; más bien un personaje de aquellos cuentos que hubiera venido para contarle en persona sus historias de hadas. Una especie rara de los sueños o el duermevela, a medio camino entre el ogro bondadoso y el hombre del saco, el unicornio y la mujer barbuda. Y esas palabras vestidas con otro tono, otro fraseo, otra modulación de la voz tan distintos al de las tutoras, más juveniles e imperativas, y el timbre de varón apagado, con dulce cansancio, acorde a aquella noche en la que los niños ya deberían estar en sus camas. Un ser que no pertenecía al mundo de los niños, pero al que él y esos otros habían descubierto, tal vez por haber violado aquel terreno nocturno al que habían sido invitados.

    Llegaban los días y era ver a la tutora amiga y presentir el regalo de otra noche de escarceos. ¿Qué libro llevaré hoy para que me lea? El silencio y el sigilo compartido de la tutora tras la cena; las miradas cómplices con otros niños, capaces a esa edad de guardar secretos llevándose el índice erguido a los labios para conjurar el silencio. Y luego ser entregados a la libertad del correteo con el perfume vegetal de los setos y hallar de nuevo cerca de los corrales a aquellos hombres cansados — así los llamaba Haller sin hallar palabras exactas, no existían, pero no sabía de dónde procedían, si eran producto del sueño, de la imaginación amplificada de la infancia, si aquellos hombres arrugados, dulces, a punto de vencerse por el sueño solo existían en los días del niño y en las películas en blanco y negro— que ya ocupaban sus asientos, en semicírculo, sentados sobre chatas piedras bajo farolas titilantes donde erraban moscas atrapadas en velos, vestidos con los mismos abrigos de la víspera, como si hubieran estado allí todo el día, pues los personajes de los cuentos solo tienen un quehacer y nada les impide cumplirlo con fidelidad. Y el llegar al regazo con la violencia del niño ansioso, el quejido del señor, tu abuelo ya está viejo, como el del filme quejándose entre risa de los tirones de barba del niño, eran hombres delicados, como ninfas o hadas de los cuentos, poderosas, pero frágiles, como si al abusar de su presencia se corriera el riesgo de romper el encanto de esos seres mágicos, quebrar su aura.

    Un abuelo que está viejo-Haller no dejaba de pensar en eso- un ser de los cuentos y de las películas, no un ser de este mundo, no al menos de La Fiesta. Abundan en el extranjero, como los animales que había importado Darko, mas si él había visto cernícalos y avestruces en La Foresta, no había hallado aún abuelos, esos hombres de cabellos blancos con abrigos raídos como sus caras. ¿Dónde los ocultaban? ¿Qué comían? ¿O es que tal vez su hábitat eran los corrales, a medio camino entre los módulos infantiles donde los niños jugaban y aprendían y el vasto campo salvaje donde salía y se ponía el sol? ¿O animales de compañía custodiados solo por los tutores que recompensaban a los buenos alumnos con aquellas visitas? Mas aquel viejo del filme era adorado, tal vez un espécimen privilegiado que podía vivir entre humanos, porque podía cantar, reír, aunque fuera débil y vencido como un niño.


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