La Fiesta (3)

 (...) Llegamos a La Fiesta ya de noche en una furgoneta de lunas tintadas. Aunque quién sabe si aquello era La Fiesta o cualquier antro en algún lugar de eso que llaman extranjero. No íbamos vendados, pero apenas vimos nada hasta que bajamos del vehículo que nos llevaba. Nos mantuvimos en silencio durante todo el trayecto. Íbamos Dana y dos chavales más que debían pertenecer a otro módulo. Uno no paraba de sonreír sincopadamente, como si tuviera un tic o algo, aunque se notaba a la legua que de lo que menos ganas tenía era de reír. El otro no paraba de morderse la misma uña, la del pulgar derecho. No puedo jurar que fueran perdedores, seguro que sí tú los hubieras visto, los reconocerías. Pero, en fin, algo habrían hecho para acabar allí. En cualquier caso, ya nos habían dicho algo claro: si entráis en La Fiesta antes de hora, si os rompen la ilusión de ese lugar de forma prematura, chaval, eso quieres decir que puedes buscarte otro lugar para pasar tus días, no vas a ser nunca bienvenido a La Fiesta. Una patada en el culo en toda regla.

Pensaba eso mirando al tío del tic: seguro que esperaba divertirse. A mí me importaba poco esa mierda levantada por el jefe Culler. Me habían invitado allí por ser malo, al paraíso por ser pecador, qué cosa, claro que había gato encerrado. Delante conduciendo dos hombres anchos, como dos gorilas. El copiloto con gorra militar parecía dirigirlo todo, conocía cualquier curva, recodo, atajo de lo que ya parecía ser el centro de La Fiesta. Decía las palabras justas y miraba de vez en cuando por el espejo retrovisor. Mandó parar un momento y se bajó. Miré a Dana, estabas serena, tía, con las piernas y los brazos cruzados, pensé que ibas a saltarle a la yugular al conductor ahora que se había bajado el teniente. Pero estabas igual de acojonada que yo, somos dos criaturas todavía, pero vaya criaturas, eh. Luego volvió el teniente de la gorra y le pasó una lata de cerveza al conductor. 

No tardamos ni cinco minutos en llegar. El teniente nos mandó a Dana y a mí que bajáramos; al del tic y al otro los llevarían a divertirse a otro parque. Nada más descender, un tío segurata nos llevó con varios empujones al interior del local. Yo quedé flasheado, joder, no había visto tanta luz en las calles en plena noche, luego volví otra vez a una penumbra, la del interior del local, música, música, una rayada de música, que a Dana le gustaba, no mientas, pero a mí me fastidiaba, me hubiera puesto tapones y me sentí un privilegiado de los campos, donde siempre hay silencio roto solo por ordenes de los tutores, o alguna grulla migradora.

El segurata nos llevó a una habitación en la que había una máquina de tabaco y varios póster de mujeres con vestido provocativo. Nos dijo que esperamos, que en unos momentos íbamos a salir. Tú, Dana, dijiste que nos iban a desnudar, que íbamos a salir al escenario en pelotas, y acertaste, yo pensaban que nos iban a dar una paliza, pero tampoco estaba muy desviado yo. El caso es que poco después estaba yo en calzoncillos y Dana en bragas esperando a que sonara un timbre por un altavoz situado en un rincón de la sala. Dana se cubría los pechos, tenías los pechos bonitos, Dana, antes de la salvajada que te hicieron, pero ahora los tienes mejor, pechos de los que no mamara nadie, pechos solo para ti.

Sonó el timbrazo. Abrimos la puerta y salimos a un escenario rabiosamente iluminado y rodeado de coronas de flores entre alaridos de gente que estaban más allá de aquellas luces, a los que no veíamos. No pude ver nada más allá de focos de luz que me deslumbraban, tío, no puedo decir dónde estábamos, pero estábamos acompañados de gente, eso seguro. Bueno, olía a tabaco y ambientador y hacía mucha calor. Una vez allí un tío decía algo de nosotros desde un altavoz. Nos presentaba como nuevas adquisiciones de La Fiesta. Recordaba que después de ese “nuevas adquisiciones de La Fiesta” yo tenía que caminar hasta el extremo del escenario, levantar los brazos mostrando mis bíceps-que no tengo—, girarme de espaldas unos segundos y volver al lugar de origen. No lo hice. Me estaba mordiendo el labio, pero no lo hice. Seguro que parecía gilipollas, pero me comporté como lo que soy, un perdedor. Tú, Dana, en cambio, hiciste lo que se te pedía, avanzaste hasta el extremo del escenario con aquellos tacones de aguja que acababas de estrenar y te quedaste allí parada unos segundos. Alaridos de hombre salían ahora. Entonces hiciste algo que a mí no se me hubiera ocurrido, pero tú eres mil veces más valiente que yo, te quitaste los tacones y los arrojaste a la oscuridad donde llegaban todos aquellos rugidos, aquella música como de moscas zumbando, aquellos olores de tabaco mezclado con perfumes de flor de miel y ambientadores raros. Los dos deseamos que aquellas agujas volantes se hubieran clavado en dos ojos, pero nos quedamos con la duda. Dos seguratas nos sacaron del escenario a empujones. Sí, tío, lo suyo era empujar.

Nos encerraron en una habitación minúscula y oscura. Noté en mi piel el tacto de algo hecho de arpillera, como si estuviéramos sentados sobre sacos. Y olía a nuestro sudor y a tu aliento, Dana. Te hubiera besado, me sentía orgulloso de estar a tu lado. Y me sentía ridículo, como si no te mereciera. Te lo dije, soy un idiota, después de que tú chillaras hijos de puta, dando golpes a la puerta, en aquella oscuridad en la que solo nos oían las escobas. 

Al cabo de nada abrieron la puerta y me cogieron del brazo. Me acordé cuando los tutores me llevaban castigado por los surcos de los campos donde otros compañeros araban obedientemente y a mí no se me había ocurrido otra cosa que mear sobre el estiércol. Pero ahora era un segurata que me sacaba un metro y que, si lo hubiera deseado, me hubiera dejado tumbado en aquel momento. Me llevaron por un pasillo alfombrado, me gustaba el tacto mullido bajo los pies, aunque duró poco. Me dejó frente a una puerta, golpeó en ella y me abandonó.

La puerta se abrió y una voz desde dentro me hizo entrar. En aquel momento, quería sentirme un tío maduro, un perdedor, sí, pero no un niñato en calzoncillos, que es lo que era para ellos; y obedecí. Había dos veladores repletos de vasos vacíos y ceniceros, seguía la penumbra manchada a rachas de humo de tabaco. En un extremo la gente sentada. Era un palco desde el que se veía el escenario del que nos habían echado y en el que ahora el tío del altavoz, con traje, pajarita y micro entrevistaba a otro que se clavaba agujas en el vientre. No los veía bien, tío, pero eran hombres y mujeres en el palco, seguro. Y entre ellos estaba el jefe Culler, o al menos su mujer, porque el segurata volvió después y dio tal nombre a la mujer que me saludó en primer lugar.

—No creo que estuviera el jefe Culler allí, él se cuida mucho de mostrarse con sus amigas—dijo el compañero.

No lo sé, tío, el caso es que eran peces gordos. Un palco donde había gente gorda de La Fiesta, y no lo digo por lo que ocupaban. Sonaban sobre todo risas de mujeres, perfumadas hasta las pestañas-creo que la La Fiesta son luces y perfumes— y esa mujer, una tal doña Culler, me preguntó cuál era mi nombre. Yo no se lo dije, por supuesto, sabían perfectamente el nombre de aquel perdedor; así dejé claro que no quería participar en aquella  farsa. Luego un hombre me iluminó con la pantalla de su móvil, me hizo una foto y se rió entre dientes. Qué niño más rico, dijo, mostrando la foto a la señora Culler, que asintió. Luego me pidieron que me diera la vuelta, y me quedé viendo como el del escenario tragaba bolas y las eructaba mientras sonaba una música de platillos. El hombre de las fotos volvió a reírse, me bajó los calzoncillos y me hizo otra foto: quiero un culito como éste, dijo. Y la señora Culler, aseguraba, lo tendrás, lo tendrás, es posible, es posible, mientras fumaba. Pensé cuánto tardarían en meterme mano, pero la señora Culler llamó al segurata por su móvil y me echaron de allí.

Me devolvieron a la habitación de los pósteres de mujeres despampanantes y la máquina del tabaco. Quería ponerme a chillar como tú antes, Dana, pero me dediqué a imaginar lo que me esperaba. Más o menos me figuré con acierto mis próximas horas, aunque no fui más lejos de los sucesos de medianoche.

Estuve bastante tiempo allí hasta que abrieron la puerta. El segurata, ese viejo amigo, me arrojo este abrigo piojoso que llevo y me dijo que me vistiera. Luego a empujones, como no, me entregó a un tío con visera y uniforme. Era el chófer de la señora Culler, que me llevó hasta el coche. Condujo hasta detenerse frente al porche de una casa enorme, sin saber cómo había llegado allí, aunque calculé media hora de trayecto. Un asistente de librea me hizo pasar y me llevó al salón donde ardía fuego en la chimenea. Allí estaba esperándome la señora del Jefe.

—Dime todo lo que viste en aquella habitación—dijo el compañero.

No vi mucho, tío, no estaba muy iluminado. Eso sí, era una habitación grande de techos altos. Olía a leña quemándose y el suelo no estaba frío aunque era de madera. Lo que sí vi ahora era la cara de la señora Culler. Me la imaginaba una arpía de ojos verdes como los de una víbora, pero lo cierto es que me recordaba un poco a la dama de aquellos capítulos de la serie que nos ponía el tutor Tilmar en el cine de los campos. Tenía rostro amable, las mejillas arrugadas, una boca grande, que se ensanchaba cuando sonreía, muy a menudo. Apenas llevaba maquillaje, aunque conservaba el carmín en los labios. Fumaba sin parar de una pipa. 

Me dijo que me sentara, lo hice. Luego se reclinó en el sofá lanzando los cojines al suelo y soltando la pipa en la mesilla del lado. Me cogió la cabeza y la puso sobre su pecho. Me estuvo acariciando la cabeza durante algunos minutos, yo con los ojos posados en un revistero que se iluminaba a trechos con el chisporroteo de las llamas de la chimenea. Luego me levantó el rostro y me miró a los ojos. Me dijo que le había gustado mucho a sus amigos, que era muy guapo y si tenía novia. Pensé en ti, Dana, dónde estarías, qué te estarían haciendo, a lo mejor a ti te habían llevado con el jefe Culler y eras su amante esa noche como yo lo era de su esposa, aunque aquí no haya esposas. 

Y me besó. No era una víbora, pero sentí su lengua en mi paladar con repulsión. Traté de pensar en la dama de los cuentos sin accionar mi lengua en ningún momento, quería que creyera que besaba un muñeco, hubiera deseado que mi boca fuera de trapo. Luego fue a mis mejillas, als besó, las lamió sin dejar de decirme guapo, guapetón, mi cabeza se acercaba y se alejaba a cada beso. Cerré los ojos como un autómata. Estaba besando eso, un robot, quería que lo supiera. No tendría nada más. Ella crecía en ansiedad, gemía de placer, me pellizcaba cada palmo de mi piel que tocaba. Luego me tumbó en el otro extremo del sofá de un empujón. Me lamió el pecho y los pezones y no tardó en llevar la mano a mi polla. Abrí los ojos fijándolos en el techo. Era azul celeste, aunque tono oscuro en la penumbra de la chimenea. me pareció algo descascarillado en torno a la lámpara de araña. Me quedaría así, no importa lo que hiciera. Solo no podía impedir un  fruncido de labios cuando me mordía, cuando quería atacar. Por lo demás,  era fácil contenerme, mi polla no obedecería a las sacudidas de sus manos cada vez más furiosas, seguiría lánguida, dormida, inerte, una polla vieja mientras yo siguiera pensando en ella desnuda, en su amigo desnudo, en el chófer desnudo masturbándose, masturbando al chofer del teniente que, a su vez, le chuparía la polla al teniente mientras éste le metía una aguja enorme por el culo al presentador con pajarita. Imaginándome esas escenas me contenía, y contenía los amagos de mi polla obediente, pero sobre todo trataba de no pensar en ti, Dana, hubiera sido lo peor, y aguanté como un valiente, aunque ella seguía cada vez más furiosa, ahora sin placer, quería ir más allá del sexo, de lo pervertido, quería hacerme daño, de tener agallas, me hubiera capado y atado a la pata del sofá mientras me desangrara, podía hacerlo, estaba en sus manos, quién iba a reclamar a un perdedor, ni tú, Dana, te hubieras acordado de mí, ha muerto en servicio, dirías, honrémosle, diríais vosotros, compañeros, y poco más. Yo haría lo mismo. Pero resistí, sea lo que sea, no te voy a dar nada, señora Culler, ni a ti, ni al jefe Culler, ni a vuestra puta Fiesta. Me oís, me podéis oír, nada, nada, nada.

—¡Llévate a este mierda de aquí!—gritó la dama (...).


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