La Fiesta (1)

 (...)Raya en medio y melladura. Sin duda era Tania, pero Pablo Haller no recordaba ese nombre. La hubiera llamado Úrsula o Anabella, que eran los nombres de las últimas chicas con las que recordaba que fornicó. No tardó en reconocer su risa cuando fue la primera en estallar entre los de su alrededor después de que los comediantes se libraran de los cojines que les preñaban. Haller esbozó una sonrisa, pero le costaba encontrar en aquellos gags tanta gracia como parecían hallar Tania y Ros. 

    La risa de su compañera le devolvió a los campos. Trató de alcanzarla en la memoria entre la marea de cuerpos femeninos que había acariciado en habitaciones que sólo se distinguían por su orientación. No era difícil saber que era una tarde, porque las fornicaciones siempre tenían lugar después del almuerzo y la siesta. Este era un privilegio solo para aquellos cuyo cometido aquellos meses era conseguir procrear. Adolescentes entre quince y dieciocho años que hubieran demostrado aptitudes para el trabajo duro, la dirección y tutoría de los más jóvenes, sanos y disciplinados, con buen equilibrio hormonal y sin taras congénitas. Después de un buen almuerzo y un descanso breve ayudaban a estimular el apetito sexual entre aquellos muchachos a los que poco bastaba para excitar. En cualquier caso, y para asegurarse el éxito, los chicos tenían prohibida la masturbación antes del encuentro con su compañera.

    Las primeras ocasiones Haller se ponía nervioso. No acababa de entender que aquellos encuentros tuvieran el aire de una ceremonia privada en las que era más importante cumplir que dejarse llevar. De ahí, que hubiera fracasado alguna vez en la copulación, a pesar del entusiasmo con el que recibía el cuerpo desnudo y la morbidez que le despertaba sentirse acariciado. No le bastaron muchos encuentros para remontar aquellos fiascos y mostrase dispuesto para cualquier muchacha con tanta o menos experiencia que él. Le llegó a gustar el sexo tanto como a cualquier adolescente y juzgaba que tenía suerte con las chicas, que en su mayoría encontraba hasta atractivas y dignas de recuerdo para algún desahogo solitario.

    Pero a aquella chica, Tania, la recordaba ahora de sus últimos años en los campos. Tal vez tenían ambos diecisiete. Al menos ella no le pareció novata ni excesivamente ansiosa. No era de extrañar que incluso ya hubiera tenido un bebé. Lo que Haller apreció nada más verla desnuda es que tenía los pechos mucho más mustios que el resto de chicas que recordaba entonces. Seguro que había amamantado muchas criaturas, lo cual, entre las chicas, era signo de fertilidad y una muestra de orgullo entre sus iguales. Denotaba, además, que era una de las favoritas en el campo y solo era cuestión de tiempo que ingresara en La Fiesta con todos los honores. Lo cierto era que contaba con muy buen sentido del humor, tanto que Haller se había llegado a sentir cohibido en aquel encuentro. No sabía si fue por aquella repentina sombra en su humor o porque era una tarde de chubascos, pero Haller aquel día tenía más ganas de dormir que de fornicar. Recordó que ella se había retrasado; normalmente las parejas entraban al mismo tiempo en las habitaciones, intercambiaban saludos, se desnudaban y se acostaban. Lo cierto es que esa eran las pautas establecidas para que los primerizos no se extraviaran, pero los experimentados como él podían improvisar y explorar a placer siempre que cumplieran. Así, aquella tarde, con la seguridad del que va a cumplir un trabajo en que ya estaba curtido, Haller se permitió la libertad de entrar en la habitación sin su compañera. Había comido mucho y se sentía más amodorrado que de costumbre. También sentía la humedad de aquella tarde cargada en la habitación y se desnudó. Luego abrió la ventana y hubiera fumado si hubiera hallado tabaco en el cajón de servicios.

Al entrar, Tania halló a su compañero ya desnudo. Le incomodó que su chico no reaccionara a su llegada y siguiera reclinado sobre la ventana de donde llegaba el ruido de las gotas. Le saludó y él la saludó, todavía sin girarse. Mientras se disculpaba, se fue desnudando para recuperar tiempo. Sintió el frío de las baldosas y un leve escalofrío justo en el mismo momento en que su compañero cerraba la ventana. El chico se presentó y le dio un beso en la mejilla. Eso la animó para empezar a charlar, aunque pronto se frenó cuando él le confesó que se moría de sueño. Ella, en cambio, hubiera podido hacerlo en aquel instante, postrada en la pared o en lo alto del retrete del rincón. Pero Haller ya se había acostado dándole la espalda. Ella sonrío, va a ser durillo de pelar, se decía mientras se escurría entre las sábanas y observaba la forma de su nuca. Se sintió a placer, su carne caliente en la fresca sábana y el ruido de la lluvia al fondo.

    Haller recordó que cerró los ojos, el sueño no tardaría en llegar. Sin embargo, al poco de cerrarlos sintió que la mano de su compañera le tomaba el pene. Primero lo acariciaba al tiempo que le besaba los hombros y la espalda alta. El aliento caliente le dejó húmedo el cogote y ya no pudo hundirse en el sueño. Luego la lengua de ella le lamió el cuello y las orejas jugando con el lóbulo con pequeños mordiscos. Su pene se irguió en pocos segundos y ella empezó a sacudirlo. Él se giró de golpe y le cogió con ímpetu la cabeza y el busto.  Palpó un cuerpo pequeño, casi solo osamenta, pero le excitaba aquella energía que le despertaba de su pereza. Empezó a besarla con fuerza, trató de embarullar aquel pelo cortado por una raya, pero en vano; luego trató de encontrar los pechos y morder los pezones. No encontró gran placer, así que bajó hasta el pubis y le frotó a lenguetazos. Tania palpaba que el pene de su compañero se erguía y se reblandecía por momentos. Lo sacudía a ritmos variables mientras le miraba a los ojos. Al sentirlo de nuevo erguido se lo llevó a la vagina y se dejó penetrar (...).


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