Tregua

Han salido a comprar, a pasear, a no sé qué más, y me han dejado por primera vez solo en casa. Desde que nací, no he conocido más que el bullicio de los mercados de animales, las multitudes, las salas de hospitales o las habitaciones con niños jugando, chillando y con el televisor a mil decibelios, pero nunca una soledad tan angustiosa como ésta. Aunque, en el fondo, están cayendo en mi trampa, no dejo de cavilar: ¿estoy siendo generoso o perdiendo facultades?
Me he acostumbrado a las cuatro paredes, pero ellos parece que no. Proceden de otros lugares, otros tiempos, otros usos y costumbres y son esclavos de apetitos y debilidades de primates superiores. No debí cometer esta estupidez, pero les he cogido cariño. Soy consciente de que, a la mínima ocasión que les dé, me abandonarán sin contemplaciones. No importa lo obedientes que hayan sido estos meses, cuánto me hayan mimado teniéndome guarecidos en sus cuerpos, en sus pechos calientes, entre sus ropas y sus bostezos, toses y eructos; no importa el respeto sagrado que les he inspirado y que les ha obligado a hacer cosas impensables en otras ocasiones, no importa: son infieles y promiscuos por naturaleza y, cuando vean la ocasión, me lanzarán a un rincón como a un trasto pasado de moda . Acepto ese destino; pero me guardo un as.
Enciendo la televisión, ese cúmulo de infamias. Me quieren convencer que me han dejado solo porque me odian, me aborrecen y ansían ganar tiempo para eliminarme por siempre de sus vidas. Pero no todo son enemigos ni calumniadores. No son pocos los que me felicitan por haber depurado el aire en las ciudades y sustituido los cláxones de la hora punta por el canto de los pájaros. Otros incluso me proponen para el Nobel de la Paz, por haber recuperado de nuevo los valores de la solidaridad familiar, el civismo con el prójimo, el equilibrio medioambiental y la unidad humana, entre otros.
He de reconocer que mi aparición no fue afortunada. Llegué a las vidas de mis inquilinos con torpeza y frustrando sus vacaciones. Ya tenían las maletas preparadas, el hotel reservado, la miel en los labios y yo me presenté en el felpudo de sus puertas como aquel tío solterón que todos evitan. En un primer momento les invadió el desconcierto, claro. La semana de fiesta encerrados en casa. Traté de animarles sacando el dominó, el parchís o el álbum de fotos para recordar viejos tiempos y echar unas risas, pero no los vi muy entusiasmados. La cosa no mejoró cuando recibieron el aviso de que los niños se quedarían sin escuela: entonces, he de confesar, temí por mi integridad. Los niños lo celebraron con grandes alaridos, mientras los padres solo deseaban que llegara la hora de las compras para salir de aquel marasmo por unos minutos.
En un primer momento, estos australopithecus se resignaron. Sabían que algo increíblemente poderoso, una microscópica cadena de moléculas y proteínas, se interponía entre ellos y sus deseos y era vano rebelarse. Así que sacaron a ventilar la mejor versión de ellos mismos: Limpiaron a fondo el trastero, ordenaron papeles viejos, movieron de lugar algunos libros de la estantería, arreglaron el grifo que goteaba y regaron con mayor mimo las plantas del balcón. Incluso se soltaron en la cocina y se atrevieron a desafiar los estrechos márgenes del huevo frito con patatas. Se percataron de que tenían un cuerpo bajo el pijama y cayeron en la cuenta de esas carnes fofas en el vientre y de algún músculo al borde de la atrofia. Así que se entregaron a sesiones maratonianas de spinning, pilates y aerobic casero mientras mostraban a sus amigos que estar en casa era su vocación suprema. Luego se prometieron a sí mismos (y al dios que sacaban a relucir cuando estaban en apuros) que, cuando todo pasara, empezarían a hacer jogging cada mañana; aprenderían inglés y chino mandarín, sonreirían a la vecina del quinto, invitarían al cuñado a cenar con mayor frecuencia, cogerían la bici y dejarían el coche, escribirían un libro y plantarían un árbol. Nada, nada, todo era pura palabrería. A la que he aflojado el paso para darme un respiro, han aprovechado mi buena fe y que acaban de abrir las terrazas para salir pitando a las calles. 
¿Y qué voy a hacer sin nuevos cuerpos que colonizar y con estos calores? Si he de morir derretido, que sea en una playa. Así que, intuyendo sus aviesos deseos para el verano, me he escurrido entre el bikini y las toallas de estos monos desnudos. La temporada ha tocado a su fin y me apunto un tanto. Les dejo que disfruten a placer por unas semanas, que vuelvan a besarse y a tostarse, a creer en la paz y la fraternidad, a abrazarse y a matarse entre ellos. El próximo otoño, si siguen vivos, volveré.

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