Jardín

Lo mismo podía ser la mañana de un martes que de un domingo, daba igual: los geranios y las tomateras necesitan cuidados constantes. Así que allí estaba él, en mangas de camisa y en cuclillas con ochenta y dos años, observando cómo habían amanecido su pequeños retoños. Yo vivía con mi compañero en la casita que había al fondo del jardín, detrás de las tomateras. En otros tiempos las buenas familias se enorgullecian de esos anexos a los que llamaban casa de servicio o estancias para invitados. Herr Klee la había acondicionado y se la ofreció a Manu como apartamento individual; unas semanas después, llegué yo, y el casero me aceptó con la condición de buscar otro alojamiento en los meses siguiente.
Aquellos primeros tiempos, salía poco de casa. Me reclamaban pocos compromisos, compras diarias y entrevistas con mi ETT, sobre todo. Cuando salía, era raro no encontrar a Herr Klee en el jardín. Le saludaba desde la distancia que nos separara: unas veces lo sorprendía en la casa de trastos, otras estaba perdido entre los rosales. Con Herr Klee yo no solía ir más allá del Guten Tag o Guten Abend. A pesar de que ya dominaba mejor el alemán, mi poca elocuencia y alguna falta de sociabilidad acentuada en el extranjero me limitaban a aquellas pocas palabras con las que cumplía la cortesía. Luego pasaba frente a los parterres de vistosas flores y salía a la calle. Desde fuera, la casa de Klee era la más fastuosa de todo el barrio. La fachada enjalbegada y rematada con un pináculo colorado que parecía un remedo de algún castillo bávaro humillaba incluso el museo municipal, que estaba justo al lado. A mí me parecía algo pretenciosa, e incluso kitsch, pero la verja de madera blanca que la rodeaba la dotaba de un aire inocente de cuento de hadas. Un cuento al que solo nosotros dos teníamos acceso ante la suspicaz curiosidad de los vecinos.
Her Klee tenía más trato con Manu, que trabajaba de ingeniero agrícola. A veces al volver del trabajo, encontraba a mi compañero de piso conversando con el casero. Herr Klee disfrutaba rebatiendo irónicamente los consejos del agrónomo; a Manu, en cambio, le disgustaban algunas costumbres del anciano con la flora:  Las riega demasiado, las va a inundar, y resoplaba observando las tomateras; cuida mucho los jazmines, pero estos arriates están secándose, murmuraba mientras preparaba los espaguetis de la cena. Afuera caía la noche, sonaban los primeros grillos y los aspersores de riego. En alguna ocasión, de noche nos asustaba alguna sombra proyectada sobre la casa de trastos. Manu dejaba de cenar y fruncía el ceño, qué buscará este hombre ahora. Más tarde, poco antes de acostarme, dejaba la basura cerca de la cochera donde el Mercedes anticuado de Klee dormitaba. Al volver por el caminito de la casa de invitados, transido por el intenso perfume del jardín, me sorprendía la luz parpadeante del televisor en alguna sala de aquel castillo. Una vez me asusté ante el Guten Abend del casero, que recogía los útiles de jardinería y apagaba los aspersores. Después, en lo oscuro, todo se recogía en un silencio contenido.
Casi un año después de nuestra llegada, Manu encontró trabajo en España, Entonces Her Klee me invitó a mudarme a su casa: yo ocuparía el entresuelo y él seguiría en el piso de arriba. Descubrí al fin el interior de aquel castillo apolillado con suelos de moqueta verde y mobiliario fin de siécle en el que era fácil fantasear sobre los antepasados del casero. Un extraño de otras tierras ocupaba ahora los aposentos de aquellos prósperos comerciantes del siglo pasado y se movía en aquel salón que había presenciado lujosas nochebuenas y hasta algún velatorio. De repente, aquel inmigrante que yo era se sentía miembro de una de las mejores familias del pueblo, a pesar de no salir todavía de los empleos precarios.
Una noche me despertó un ruido. Yo no he tenido nunca problemas de insomnio y ni siquiera me despertaban los ratoncitos que rascaban la moqueta de mi dormitorio. Sonó un crujido que llegaba de afuera; poco después, en el piso de arriba oí unos pasos. Antes de volver a cerrar los ojos me pareció sentir en el duermevela unas gruñidos indignados del viejo Klee. Al día siguiente, con una taza de café en la mano me asomé a la ventana del lado izquierdo: Her Klee estaba conversando con una mujer de unos treinta años frente a  la verja. Al apartarse la mujer pude ver cómo uno de las rejas había sido arrancada. Apuré mi café y encendí la aspiradora. Al acabar de limpiar la casa, escuché una fuerte discusión en el jardín entre la mujer y Klee. Me dediqué a fregar los platos para evadirme. Al acabar, me picó la curiosidad y eché un vistazo: entre los visillos de mi dormitorio vi a los dos en cuclillas frente a los parterres cuchicheando algo. Luego la mujer le besó en la mejilla y se fue. Klee se quedó agachado unos minutos mirando al edificio de vecinos. Por la noche, como de costumbre, saqué la basura. Al dejar la bolsa frente a la cochera, oí un ruido metálico que procedía de la casa de trastos; al mismo tiempo me cercioré que la azada y las tijeras de podar ya habían sido recogidas.
Un tiempo después, al no acabar de encontrar trabajo para mí, la ETT me dio vacaciones. Al regresar de mi viaje, vi que un grupo de personas, entre las que reconocí a la mujer de la verja, estaban sacando los muebles de la casa. En frente de los parterres se alineaban media docena de bolsas de basura negras. Les saludé con la mano que me quedaba libre mientras cargaba con la pesada maleta. Una hora después la mujer llamó a mi puerta con un golpeteo de nudillos. 
Cuando puse el último bulto en la furgoneta de mudanzas, eché un vistazo al jardín de Herr Klee: entre la maleza y los rastrojos solo se distinguía un montón de tierra removida.

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