Últimas notas del diario

-¿Así que fuiste a la escuela Linus Bachmann?
-Sí-respondí sin mayores detalles.
Estaba en la pequeña oficina de la Grüne Polizei, en algún rincón del oeste de Amsterdam. El escritorio no era nada ostentoso: una Underwood que solo recogía el polvo, un pisapapeles metálico, una lamparita con la pantalla de cristal verde, un cenicero con dos cigarrillos apagados y una pitillera de cuero. Bajo el escritorio había una cesta llena de botellines de cerveza vacíos. A mi derecha estaba la única ventana de la habitación, que daba a un patio interior. Desde allí se veía la fachada de ladrillos del edificio vecino atravesada por una tubería metálica. Recuerdo que al verla sentí crecer la sed. El señor Silberbauer volvió a aparecer en la salita. Encendió el ventilador.
-¿Quieres ir al baño?-preguntó señalando la puerta que había cerrado.
-No, gracias-contesté, esta vez con más aplomo.
Se había remangado antes de llenar el vaso de agua que supuestamente era para mí. Tragué saliva al mismo tiempo que él tomó un trago de su taza niquelada.
-MI sobrina fue al Linus Bachmann-dijo con la mirada puesta en un banderín de la Wehrmacht-, un buen colegio de enseñanza y valores.
Pensé en mis compañeros de escuela. La mayoría eran cristianos de familias intachables, pero papá prefería llamarlos “buenos holandeses”. Me gustaba ese mote, casi encontraba paz en él y en la que quería que fuera mi patria.
-¿Cuál era tu asignatura preferida?
Me había abstraído un poco en los recuerdos y tardé en contestar. Vacilé un instante. No recuerdo haber sentido predilección por una materia en concreto.
-Historia europea-solté.
-Eres una chica inteligente, Anna-dijo como si hubiera satisfecho un deseo.
El señor Silberbauer se sentó sobre el escritorio. Esbozaba una ligera sonrisa levantando el mentón.
- ¿Sabes lo que estoy leyendo ahora?-preguntó. Se inclinó sobre el escritorio y sacó un grueso libro del cajón frente a su butaca. Me mostró la cubierta- Supongo que conoces al emperador Carlos V.
-Sí señor-dije acordándome de un volumen idéntico que por entonces ya debía estar esparcido por el suelo de mi habitación junto a los papeles de mi diario- Acabo de leer la primera parte de su biografía.
-¿Qué opinas de su gobierno?- preguntó cruzando los brazos y sosteniendo su mentón- Bárbaro, cruel, sin duda…
-Sí -contesté impulsivamente-. Eran otros tiempos-. Me sentí estúpida.
-Pero fue un emperador eficaz también- dijo concluyendo su parecer. Luego tomó el libro y lo abrió por un pasaje que tenía señalado con un punto de lectura en el que se veía una esvástica, a juego con su anillo-. Escucha, escucha.
El ventilador seguía dando vueltas con su ruido monótono, pero yo empecé a sudar sensiblemente. El señor Silberbauer leía con lentitud, marcando el ritmo como si leyera un poema en vez de una biografía.
-Era el único que podía medirse con Lutero, ¿no crees?- dijo el sargento doblando la punta de la página.
-¿Es usted luterano?- pregunté.
-Oh sí-dijo. Luego se quedó pensando- Pero respetuoso con otras creencias.
Cerró el libro. Sentí un raro alivio, y eso me daba algo de audacia.
-¿Qué opina de los católicos?-pregunté y cerré los labios duramente como para enfatizar.
-Son también alemanes, hijos de Dios, hermanos-dijo asintiendo con la cabeza.
Eché un vistazo a los botellines vacíos bajo el escritorio.
-Carlos V era católico-dije. El sargento volvió a mirarme con fijeza.
-Eso es-dijo-. Muy católico.
- Un católico...-me detuve unos segundos. Tenía ganas locas de tomar el vaso y beber- Un católico…
-¡Fanático!- apostilló el sargento. Traté de averiguar con ansiedad el gesto de su boca, detenido entre la sonrisa y la desgana.
Me acordé de papá. Se sentía orgulloso de haberse exiliado en Holanda, un país tolerante que odiaba cualquier fanatismo. El sargento volvió a beber de su taza niquelada. Luego me sonrió con cierta ambigüedad.
- Señor Silberbauer, -dije mirando el edificio de ladrillos tras la ventana. Luego me atreví a mirarlo de frente-, ¿dónde está mi padre?
-Oh, ¿el señor Frank?- preguntó. Sentí inquietud ante aquel trato formal-Pronto te reunirás con él.
-¿Está aquí?-pregunté con timidez.
El sargento miró hacia la puerta. Luego jugueteó con el libro y lo soltó con un golpe sobre la mesa.
-Vendrá, vendrá…- aseguró. El sargento se levantó del escritorio, lo rodeo y se sentó en su butaca. Fuera se escuchó un portazo-. Dime una cosa, Anna…
El sargento tamborileaba sus dedos sobre el escritorio. Le miré a los ojos: estaban fruncidos escudriñando los restos del cenicero.
-¿Sí señor?
-¿Qué hacíais tú y tu familia escondidos en vuestra propia casa?-preguntó abriendo un cuaderno.
Revisé mentalmente las entradas de mi diario: tenía preparada una respuesta.
-Verá, señor. Hace unos meses entraron a robar en nuestro almacén. Denunciamos el hecho puntualmente a la policía. Sin embargo, semanas después se produjo un nuevo intento de atraco. Esta vez uno de los empleados del turno de noche logró frustrarlo, pero resultó herido en el brazo. Para evitar nuevos contratiempos, mi padre decidió que montáramos guardia en el anexo a las oficinas.
-¿Por qué no volvisteis a llamar a la policía?- interrumpió el sargento.
-Nos dejamos llevar por la indignación de ver a nuestro compañero lesionado y decidimos actuar por nuestra cuenta. Mal hecho, señor, y lo sentimos, pero también pensamos en la ola de crímenes de estos últimos tiempos en la ciudad y en la urgencia de casos mucho más apremiantes que el nuestro.
El sargento estaba mirando una ficha policial. En su margen superior estaba escrito mi nombre y dirección. En la esquina pude ver una estrella de David y en su interior la palabra judío en alemán.
-No dudes de la fuerza de nuestra policía- dijo tocándose el anillo. Luego cerró el cuaderno. Intenté no tragar saliva mientras durara aquella pausa en la que solo se oían las aspas del ventilador.
El sargento se levantó y se dirigió a la ventana,
-¿Sabes lo que hizo Carlos V durante su reinado?- preguntó con mayor serenidad. Notaba que mi mano derecha temblaba al tratar de alcanzar el vaso de agua. Sin querer, posé la mano sobre el libro del sargento. La retiré de inmediato- Una nueva época, una nueva Europa-dijo girándose-. Justo lo que quiere hacer nuestro Führer.
Me quedé de nuevo mirando fijamente mi falda. Entonces, de repente, vi bajo mis ojos la mano del sargento sosteniendo el libro. Lo tomé.
-Sé fuerte, Anna-dijo alzando mi barbilla
Luego se dirigió a la puerta y me invitó a salir.






           

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