La terraza



La terraza es amplia y da a la bahía de Nueva York. Desde todas las habitaciones, él podía observar cada día el perfil de la isla de Ellis y la estatua de la Libertad recortada entre la niebla. A la izquierda, más despejado, se divisa el puente de Brooklyn y, en primer plano, las azoteas acristaladas de Wall Street. Qué maravilla. Desde cualquier habitación, aquella vastedad acuática flanqueada de colosos, tan silenciosa tras los cristales aislados, debía recordarle el cielo.
Por la mañana, mientras se preparaba un ristretto, se dejaría hechizar por las vistas. Desde el taburete de la barra americana, prevería el daño que las columnas de nubes iban a dejar en una horas sobre Manhattan sin necesidad de parte meteorológico. La porción de terraza que da a la cocina es más pequeña, pero yo firmaría ahora mismo por este rincón umbrío que tan bien protege los numerosos ficus y begonias. Después de apurar el café, sin dejar de mirar la panorámica, anotaría mentalmente la tarea de poda que requerían los bojes y la dejaría para el fin de semana. 
Luego tomaría una ducha. Desde el baño, la terraza ofrece dos caras: la masa brumosa del Hudson desde el jacuzzi y el tumulto hormigueante del puente de Brooklyn en la ducha. El solía empezar y acabar con agua helada (lo leí en alguna revista), luego modulaba el chorro hasta conseguir la tibieza. Detestaba el agua caliente, o al menos quiero creer eso. Se impondría a sí mismo un régimen espartano capaz de prepararlo para la jornada que se abriría con aquella marea de cláxones y gases venenosos que vislumbraría tras la terraza mientras se duchaba. Al salir, sentiría el algodón del albornoz sobre la piel cubierta de vapor; bajo los pies, la transición de la fría baldosa de porcelana al parquet con calefacción radiante del vestidor.
Abro una ventana, hace calor. Es una bendición que apenas llegue el furor de la ciudad a este ático. Con la calefacción siempre al máximo, él pasearía desnudo por todo el apartamento, es lo que dicen que hacen las estrellas. No era un tipo pudoroso y defendía el nudismo, el veganismo y otras cosas que dice mi mujer que son muy sanas. 
Mientras paso el dedo sobre el polvo de la cómoda del dormitorio, me doy cuenta que apenas dejó algo de valor en esta vivienda. Lo que es seguro es que la asistenta no tendría mucha faena con el piso. No es que fuera minimalista, pero tan escaso mobiliario me hace creer que este loft era algo de paso, y que en la mansión de Coral Gables o en el rancho de los padres guardaria sus tesoros. Tal vez también su Globo de Oro. 
Ni siquiera parece un picadero. Me cuesta creer que en esa cama estrecha apenas alzada del suelo hubiera follado con mujer u hombre alguno. Tomo fotos de la colcha y la fría sábana: ni un pelo, ni un ácaro. La última noche no durmió aquí. Es más, dudo que un hombre de metro noventa como él haya yacido aquí alguna vez.  
Un vecino me comenta que llegaba a últimas horas de la tarde cuando no se retrasaban sus compromisos. Entraría por la puerta trasera del edificio sin necesidad de grandes prevenciones, me atrevo a especular. Abriría la puerta, dejaría las llaves en el cuenco de arcilla del recibidor y se descalzaría con el hilo musical. Johnny Cash, Coltrane o Philip Glass componen la pobre discoteca en una estantería voladiza, cubierta también por el polvo. Descorcharía un Chatelet del 98, los viernes, o Bourbon doble, los lunes, conjeturo echando un vistazo a un bar repleto de copas con una vulgar licorera. En cambio, los martes y jueves, sesión de hipertrofia, me cuento tumbándome en el banco de gimnasia que hay en el cuartito auxiliar del dormitorio. A los pies del banco, bien apilados, discos de pesas de cinco, diez y hasta veinte kilos con los que cargaría la barra que hay sobre mi cabeza. 
Me incorporo en el banco. También este cuarto da a la terraza. En el margen izquierdo, sudoroso y dejando la barra en el soporte, el observaría el extremo del puente de Brooklyn que a estas horas parece levitar sobre la oscuridad, solo rota por algunas luces intermitentes. Luego volvería a alzar la barra sobre su pecho imaginando que nada exhausto en la bahía nocturna que ahora observo.
Al acabar, se daría un baño espumoso en el jacuzzi. El mejor momento del día, el instante en que él se sentiría de veras reconfortado, me aventuro a creer. Hundiría su cabeza en el agua ardiente y, al volver a la superficie, no temería la intratable borrasca del Hudson que encontraría frente a él, más allá de la terraza. Una vez más, se sumergiría y contaría esta vez los segundos, diez, nueve, ocho, siete… y de nuevo la terraza con vistas.
Tal vez la asistenta le habría cocinado algún bocado frío que esperaría en la cocina. Mientras lo calienta, encendería el enorme televisor de plasma colgado en la pared. Las noticias no le sacarían de la modorra de la segunda botella de vino y, tras la cena, pasaría a los licores de fruta. Tomaría alguno de los diez libros ordenados en la repisa junto al sofá. La mirada ebria conseguiría descifrar dos o tres meditaciones de Marco Aurelio. Yo, por mi parte, aprovecho que estoy solo para meterme el libro en la gabardina, creo que merece la pena.
Luego llegaría puntual la jaqueca y sentiría un escalofrio al mirar a la terraza. Debía haberse decidido por algo menos ostentoso sin aquellas vistas exageradas que se hacían horribles cuando caía la noche. Se ovillaría en el sofá después de ir a subir la calefacción, pero ya estaría al máximo. De paso, habría apagado todas las luces, los leds de las cornisas y la lámpara de pie junto a la butaca. Oprimiendo el único cojín, esperaría al sueño sin dejar de mirar la terraza y el horizonte indefinido en el que la madrugada hunde a la estatua de la Libertad.
Abro de par en par las ventanas de la terraza. Son las ocho de la mañana y la helada ha dejado rocío sobre los bojes. Cojo una bolsa de basura. Echo en ella algunas latas de cerveza y un plástico de ansiolíticos vacío que reposaban en la mesa baja del salón. Entrego la bolsa al portero que al instante desaparece de mi vista.

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