Tres horas

Virginia Woolf está sentada a su escritorio meditando si ha llegado la hora. 
Es un día de principios de primavera en que la luz se desembaraza aún con pereza. Virginia ha llegado de su paseo exhausta, de tal forma que se sentía desfallecer en el camino y creía que iba a desplomarse sobre los setos de camomila para ser allí alanceada por abejas y libélulas mientras sentia vaciarse lentamente como un odre de vino. Ha visto el río bajar furioso y, en la orilla, los guijarros apagados ajenos al turbulento vecino le han vuelto de un humor lúgubre.
Todo está a punto de nacer y Virginia se quiere ir. Siente en su cabeza el eclosionar chisporroteante de la vida como el reumático la inminencia de la lluvia en la intimidad de sus huesos. Ahora sí, si la muerte tiene un momento en la que pueda abrirse sin pudor, vasta y oferente, es ahora. Virginia desearía que fuera ahora, justo después de este segundo que va derramándose, pero hay tantas cosas que acabar, siempre hay algo que nos posterga hasta acabar sintiendo lo anhelado solo en la punta de los dedos, otro movimiento reprimido, otro mezquino ensayo. Ahora, dice Virginia, y se tapa los oídos para no dejar entrar ni una gota más del raudal oceánico que amenaza con anegarla. No halla interruptor con el que apagar la luz de esta mañana ni modular el volumen exagerado que hacen las patitas del escarabajo al crepitar sobre los granos de arena.
Leonard le dio tareas para evadirse después del desayuno, no salgas antes de que llegue, aléjate de la ventana y sus aventuras, y al ama de llaves le recuerda vendarle los ojos si es preciso y cubrirle los oídos con guedejas de lana, llevarla de la mano de un lado al otro del salón, pero Virginia no puede evitar sentir la prisa del viajero que se abre paso entre la multitud de la estación Victoria, con el apuro de saber que cada palmo que le aleja de su tren es el segundo que le queda para alcanzarlo. Pero Virginia es díscola y se escurre por cada resquicio para salir al mundo que nace cada dia y volver después a casa irritada y con resaca, la cara sonrojada del beodo, las sienes a punto de estallar, y entonces el ama le trae té verde con galletas de morfina con la que llevarla al sueño hasta las cuatro, o para siempre.
Doce del mediodía. Virginia está a los pies de un caballero. El caballero sonreía hasta hace poco y ya no sonríe. Ella trata de arrancarle un mohín, pero no consigue ni desviar su mirada, fija en la ventana. Virginia acaricia los talones del caballero, luego sube hasta sus pantorrillas, siente por primera vez la corporeidad de un varón en la figura tolerable del padre. Mamá era infalible, pero ella no logra excitarle ni una cosquilla. La carne está viva, el alma muerta y el cuerpo ha quedado yerto como estatua de sal que hubiera visto lo prohibido y quedara condenado a observarlo eternamente. 
Virginia tiene una idea para despertar a su papá: irá al desván y se vestirá de abisinio. Al volver al salón, se encuentra con la reina de Saba. Bailan un minueto y cenan faisán. La reina tiene un capricho y es yacer con el abisinio, este obedece como siervo y se entrega como hombre a la belleza de su señora. Siente la seda del vestido bajo la que averigua la tersura del vientre y los muslos. Virginia-abisinio le ofrece a la reina sus pechos mientras intenta alcanzar los de su dama. En su lugar, descubre un torso lampiño de adolescente convulsionado por la carcajada de una hilera de dientes blancos coronados por la crespa cabellera dorada del hermanastro Gerald. Entonces el caballero empieza a gemir,se levanta de la silla, abre la ventana y se lanza al vacío. Virginia le sigue.
Seis de la tarde. Leonard entra en la habitación 121 del hospital psiquiátrico de Kensington. Virginia está en la cama blanca observando el techo blanco. Leonard la mira frente a la cama, ha cerrado la ventana y bajado la persiana. La lamparilla solo ilumina el lado izquierdo de la cara de Virginia. En la penumbra, Leonard empieza a desnudarse, luego se tiende sobre Virginia, la blanca sábana entre su cuerpo y el de su esposa.
-Vaamonos-susurra Leonard entre sollozos.
Virginia saca sus brazos de debajo de la sábana blanca. Sin dejar de mirar el techo blanco, acaricia el dorso desnudo de su marido, que se eriza de frío. Ella eructa, la boca le sabe a estricnina y cloroformo.
Doce de la noche. Virginia y Vita desnudas en una habitación de París. Las dos esgrimen puñales. Yo te daré muerte antes que tú me la tiendas, dice una a punto de asaltarle el pecho a la otra, que añade, abandonarás primero este mundo, pues bien lo merece tu amor. Es un juego de tientos y esquiveces, los cuerpos embisten y se arquean ofreciendo y rehusando la aniquilación que con ternura les ofrecen los cuchillos. Entonces los puñales se cruzan en un brillante forcejeo, yo cortaré tus pechos, que no pudieron llenar bastante mis manos, yo tus manos que se colmaron de gusto con lo que no merecieron, y al ceder, las armas se abalanzan sobre los hombros y caen al suelo. Virginia y Vita se sorprenden en un abrazo y dejan la muerte en el suelo, revolcándose como un pez recién pescado.
Ahora despierta. Son las once de la mañana del día de primavera. El presente insoportable. Sentada en el escritorio vuelve a sentir como se arremolinan todas las hojas del jardín en torno a su cuello, el lento caminar de las hormigas pesando en sus párpados y las vigas de la casa en el costillar. Toma la pluma y hace el último testamento antes de que le fallen las fuerzas. Pone el punto y final a las cuatro cartas de despedida, deja la pluma en el tintero, coloca los enseres en su lugar, hay que vencer el desorden con el orden más pulcro, irse de este mundo sin dejar deudores, con la verdad desnuda, enseñarle al fin algo a la muerte, una corrección de modales, una disciplina de trabajo, disuadirle de su costumbre de hacer las cosas a tontas y a locas, sin higiene ni justicia. 
Por eso, deja en cada habitación una carta con su firma, nada en el pasillo donde tras la lectura se toparan Leonard y el ama de llaves, esta noche prepararás una cena ligera, nada, un poco de consomé y pudín, adecentarás la habitación de Virginia, cerrarás la ventana al dia que nos la ha robado y esperaremos las llamadas de la policía, señor Woolf, la han hallado unos chiquillos a quince kilómetros de casa, los guijarros apagados con los que llenó los bolsillos de su abrigo no han sido suficientes para sepultarla en el lecho del río, no sé si la vida es más poderosa que la muerte, pero sí más insistente, más indiscreta seguro, necesita que todo aflore y salga a la superficie para envenenarlo de su luz y aliento, incluso la misma muerte, ahora en los ojos tiernos de estos niños que ven flotar el cadáver de Virginia Woolf. 

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