Romper aguas

Si hubiera sido por ella, habría esperado un año más; él, dos días. A ella le iban llegando náuseas y se reprochaba con más fuerza haber continuado. Él no cesaba de justificarse lo erróneo de la fecha elegida. A ella, sentada, se le iba secando la boca y sintiendo pastosa su lengua; él, de pie frente a la puerta lateral, sentía acidez en la boca del estomago y ganas de eructar.

Los agarramanos bailaron con la sacudida que dio el convoy al detenerse. En la ventana, la oscuridad del túnel le devolvía a ella la cara redonda que había ido moldeando en los últimos meses. En unos días toda aquella carne sobrante se desprendería formando una papada fascinante, por no hablar del pentagrama de estrías que reemplazaría la tersura de aquel vientre preñado. Él se dio cuenta de que hacía más de una semana, o dos, que no se miraba en un espejo. Carecía de la vanidad de estar consultando la apariencia cada cierto tiempo y se enorgullecía de tal don.

Habían pasado quince minutos sin marchar. Ella pensó que también el jodido metro estaba agotado y merecía retirarse ya a su cochera. Él pensó en lo bien que dormiría mañana por la mañana después de haber burlado el plan de sus compañeros. La luz de emergencia parpadeo. Media hora de una madrugada no es para tanto, pensaba ella, cuatro estaciones más, camita y a descansar. Mañana todo estaría a punto en la maternidad.

-Cuatro.

-Gracias.

Él pensó que solo quedaban dos, y encima esta mierda. Ya debía estar hurgando entre los contenedores donde debía hallar el artefacto. No entendía cómo coño sus colegas habían decidido dejarlo entre la basura donde el hocico de cualquier vagabundo, hombre, perro, gato o rata podían hacerlo saltar por los aires.

-No,  frente a la boca del metro no hay un banco, hay un colegio. Allí estudia mi hija.

Ella pensó en el extracto de la cuenta corriente, y dentro de nada tendría dos en la privada. Él tenía ganas de liarse a hostias con cualquiera de sus compañeros.

-Sí, bajo también en Plaza del Rey.

El observó el vientre de ella. Aquella tripa le hizo recordar aquellas fiestas cuando su padre se metía un globo bajo el disfraz para fingir la tripa de Papá Noel. Aquel año su padre se propuso amargarle la mañana de Navidad. Su regalo era el único que estaba esmeradamente oculto. Busco con desgana el obsequio mientras en torno suyo veía que sus hermanos ya disfrutaban de sus juguetes. Siguió explorando por todo el salón oyendo a su padre carcajear como el viejo Santa Claus. Furioso de aquel trabajo gratuito, decidió acabar el juego del padre propinándole un puñetazo en la barriga. El globo, lo supo entonces, explotó. Descubrió un papel azul que desdoblado era un billete de diez mil pesetas. Mala lección, pensaba sarcástico, mientras del muslo de ella se derramaba un hilillo blanquecino.

De pronto, ella se notó adelgazar. Sentía que huía todo su cuerpo de su cuerpo, pero que ella misma no podía escapar de aquel vagón. Echo un vistazo al móvil.

-Las tres y cinco- se apresuró él leyendo su reloj de pulsera.

Ella empezó a jadear.

-Más de una hora, joder.

Ella buscó con los ojos la palanca de emergencia. El maquinista vendría en su auxilio acompañado de algún compañero. Se desengañó al instante: ni este ni aquel sabrían hacer gran cosa. Hubiera preferido estar en aquel compartimento con su madre o hermana, o con ambas, y mandar al cuerno a todo hombre, incluso a este que le  dolía y que estaba por llegar. Las náuseas crecían y el hilillo ya había llegado al tobillo.

El quería pensar que todo aquello no le incumbía, colocarse los cascos que no tenía o pasar reflejamente la responsabilidad al resto de viajeros que no le acompañaban. No le podían obligar a hacerse cargo de algo fortuito.

-He roto aguas.

A él siempre le sorprendió esa expresión: romper aguas. Ella necesitaba gritarlo, aunque estuviera hablando con las paredes; él hubiera querido ser una de ellas, al menos hasta llegar a su destino. En su cabeza solo había lugar para aquellas complejas instrucciones que deberían detener la cuenta atrás del mecanismo. Ella recordó el parto de Manuela, romper aguas es solo un paso, el primero, y después vinieron diez horas de dilatación.

Inopinadamente él se dirigió hacia ella. Lo tenía en frente y ella se temía lo peor. Él se agachó y, antes de creerse estúpido, sintió los pies de ella sobre sus hombros.

-Gracias.

La ansiedad lo delataba: deseaba estar agachado en otro lugar, con otra tarea.

-Aguanta un poco.

Él levantó la mirada. En el centro de su campo visual la oscuridad enmarcada por la luz ácida del interior del metro. No se sentía preparado, no era aquel su cometido. Aquella noche él solo se había propuesto salir airoso o morir en el intento de desconectar la maldita bomba de la Plaza del Rey. Aquellos dedos iban a abortar, no a alumbrar, decía haciéndose con las braguitas.

-Agárralas fuerte-dijo él ofreciéndole a ella unas tenazas que guardaba en el bolsillo.

Él le deslizó el bajo del vestido por los muslos y descubrió el pubis. Aquel órgano con sus membranas se le antojaba otro laberinto mecánico, acaso más obvio, pero acaso más frágil que el aparato letal que aguardaba a cuatro paradas. Pero esperaba igualmente que la dilatación que empezaba a operar a un palmo de sus ojos no estallara, aguantara aún la media hora que quedaba para empezar el dia.

Ella sentía la mirada de él como las convulsiones que iban modulando sus jadeos. Abría y cerraba las tenazas a cada contracción de su vientre deseando cortar los minúsculos nervios que jugaban contra ella. Los minúsculos cables que evitaran una masacre, pensaba él.
Ya estaba el bufido del aliento de él sobre su pubis al mismo ritmo que los ejercicios de respiración que le habían prescrito a ella. El sudor corriendo con el aliento, dos mecanismos marchando al final de la noche. Los niños despertaban para la nueva jornada de colegio, el bebé parecía asomarse a la luz ácida del metro.

Romper aguas. De niño pensaba en globos de agua; pero en aquel momento vio al hombre, al perro, gato o rata hociqueando el artefacto cubierto entre la basura de la Plaza del Rey. Luego todo saltaba por los aires, incluso la boca de incendios, que despediría un potente chorro entre la espesa humareda de la detonación.

Fue el primer sollozo. Empezaba el dia. 

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