Querida Betsie

Estaba dándome un baño en la piscina de mi mansión de Santa Mónica. Tendido en mi colchoneta rosa chicle, observaba la colisión de dos pomposas nubes cuando la idea apareció como una iluminación. Me ajusté las gafas de sol y sonreí con travesura.

Seguía sin creerlo. No era posible que a mis veintiséis años, en la cumbre de mi carrera y con todos los grandes premios de la industria discográfica en mis vitrinas, mi estrella hubiera llegado a su fin. Primero creí que era algo cíclico y tome toda clase de mierdas para inspirarme. Luego probé el retiro junto a los monjes ayurvedas. Nada: apenas podía concentrarme en componer y mis energías ya no daban para una gira más. El fin del mito se asomaba.

No sé por qué pero me acordé de mis padres. Ellos me animarían, pensarían que aún tenía tiempo para explotar mi genio en otras guerras. Lo que no podría soportar sería la reacción de la asquerosa prensa, que pronto se cebaría sin piedad sobre mí. La sola idea de largarme por la puerta de atrás me aterrorizaba. No podía retirarme como un perdedor, pensaba mientras devoraba con fruición los muffins que acababa de recibir de una de mis más fervientes fans. Recuerdo que entre los dedos que me quedaban libres sostenía su carta. Eche un vistazo a su nombre, Emmeline, y su dirección, 687 de Echo Park, Savannah,  escrita con la caligrafía de una colegiala aplicada. Salí de la piscina y me encerré en mi despacho. Al cabo de media hora, pedí a Miss Benton que echara una carta al correo.

No recuerdo si fueron unos días o una semana después cuando desayunando mientras leía el Herald me detuve en una noticia. En un pequeño titular en la sección de sucesos leí que una adolescente se había quitado la vida. En el escueto texto se aseguraba que la joven había sido encontrada por su madre con uno de mis fotos entre sus manos. 

Con rara alegría, dí dos golpecitos con la cucharilla sobre mi taza de café. Emmeline estaba realmente guapa en aquella foto del Herald. Me imaginé la escena: unos ojos azules abiertos, cada vez más abiertos leían las líneas mecanografiadas de mi carta que le anunciaban mi inminente retirada. Poco después llegarían las lágrimas, los sollozos, trataría de responder, pero sería en vano. Más sencillo fue meterse en la bañera llena de espuma y dejar caer el secador encendido en su interior.

Me sentí revitalizado después de tomar aquel primer café del día. Hubiera escrito una canción, pero me animaba más dedicar unas horas a la correspondencia atrasada. Estuve realmente inspirado y conseguí escribir varias cartas: una a Annabella, del club de fans de San Luis; otra para Claudia, de Tampa; una tercera para Gladys, de Sacramento y otras dos para una fan alemana y una francesa. Cinco cartas en que, compungido y con el corazón destrozado, les anunciaba mi retirada. Acompañaba a cada carta una fotografía de mi rostro triste y soñador con una dedicatoria manuscrita “para Betsie”.

Primero leí la noticia de la muerte de Gladys, y no tardaron en publicarse el resto de suicidios en la sección de sucesos de los principales diarios. Aquello me estimulaba para seguir con mi nuevo talento epistolar. Escribía con morboso deleite aquellas cartas conmovedoras y lacraba el sobre que las contenía con la frialdad del juez que dicta sentencia. Al día siguiente abría el Herald que me enumeraba mis nuevas difuntas: Paula, presidenta del club de fans de Alabama; Margaret, del de Boston, Alice, del de Vancouver… Todas aquellas “Betsie” a las que me dirigía en exclusiva para anunciarles la peor noticia de sus vidas: el fin de mi carrera, la muerte del mito. Aquellas muchachas que no podían concebir que un día desapareciera, ni soportar una jornada en el instituto sin verme aparecer en las noticias de las ocho otra vez bebido y con el labio partido tras una pelea; o cantando “The way you see” en el show de Oprah, o mostrando mi soberano culo a los paparazzi. En mi silencio iba sus vidas: eso lo supe siempre y ahora empezaba a comprobarlo.

Una tarde en las noticias de canal ocho apareció Joanna, de Reno, una de mis fans más incondicionales. Explicaba que todas aquellas cartas eran bulos y que alguien se hacía pasar por mí. Pronto empecé a tener más periodistas que de costumbre en las puertas de mi mansión. Yo fingía lamentar aquellas muertes y animaba a mis fans a ser fuertes con la promesa de un nuevo single para el verano. Aquel mensaje junto al de Joanna hicieron efecto: durante un mes no volvieron a darse nuevas muertes. Entonces decidí ser más directo. En lugar de mecanografiarlas, escribiría las cartas de mi puño y letra junto a una nota lacrimógena en las que les confesaba una penosa intimidad: Querida Betsie: Una enfermedad terminal está matándome… Y volvieron a aparecer las suicidas.

Me imaginé presidiendo el funeral de mis sacrificadas admiradoras, pálido, ojeroso, como recién salido de una de sus tumbas e ironizaba sobre el potencial de actor que aún no había explotado. Pensé en escenificar una retirada digna de una leyenda como la que habrían tenido Elvis o Michael Jackson, así que mandé a mi secretario a que citara a la prensa para aquella misma tarde.

La ceremonia se celebró en una enorme explanada a las afueras de San Diego. Los ataúdes de las jóvenes difuntas se alineaban en tres filas. Frente a ellas, un escenario rodeado de coronas florales de todos los tamaños y colores y un micrófono de pie. La misma Oprah presentó el funeral para todo el mundo y se encargó de preparar mi entrada alabando mi generosidad  y piedad.

Cuando tomé la palabra, saludé a aquella expectante multitud que llenaba el recinto y se dispersaba por las calles adyacentes. Una cascada de flashes retrataba mi fingida decadencia. En chandal y sandalias, con barba de tres días y ojeras tumefactas anuncié mi retirada definitiva besando un crucifijo al que le pedía clemencia con mi enfermedad. El asombro y la emoción fue unánime. Se escucharon gritos y hasta abucheos, pero finalmente se impuso un aplauso ensordecedor.

A punto de dejar el micrófono a Joanna, mi fan predilecta, escuché sus sollozos convulsivos. Más que temblar, aquella muchacha parecía vibrar con un llanto entrecortado que la percudía como la piel de un tambor. Por primera vez en mi vida, sentí piedad por alguien. Quise abrazarla, pero mi gesto de bondad se vio abortado por un revolver que mediaba entre Joanna y mis brazos.

-Hay una bala para ti y otra para tu Betsie- dijo sin dejar de temblar-. Un segundo y no sufriremos más. 

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