Evolución

Sé que al tatarabuelo de mi tatarabuelo le costó sudor y lágrimas erguirse de su posición simiesca, quitarse las legañas de los ojos y poder ver de frente la luz del sol. Luego supo, con tiempo y paciencia, encontrarle un uso a esas ramillas que encontraba al paso y al repicar de las piedras para crear un pequeño sol que convertir en el centro de su hogar. Aprendió buenos modales, a no sacar a rastras a la parienta y a hacer frente común con el vecino para protegerse de las bestias. Abrió la tierra ciega, obtuvo sustento de ella, comió y bebió sin cuento hasta provocar los celos del vecino y del vecino del vecino del tatarabuelo de mi tatarabuelo.

Un día llegaron extraños a su puerta que le daban el oro y el moro por sus posesiones. Supo trapichear con los pollos y el centeno y convertirlos en metales, y estos en más tierras, y con estas, más quebraderos de cabeza y más desear. Pero por mucho que lo intentara, no pudo poner puertas al campo y desconfiado, miraba más allá de sus bardas la llegada de extranjeros de oropel y firmeza, en legiones prietas y marciales que pronto ocuparon sus tierras para construir sobre ellas sinuosas vías por las que, decían, se alcanzaban los confines del mundo.

Poco a poco fue perdiendo todo: primero el peral, luego la mula, más tarde la dignidad hasta acabar doblado sobre la tierra de un extraño soberbio feudal, ¡él que tan orgullosamente se había erguido de su posición de mono! Se le negaba el pan y la sal, un techo que  le cubriera, un lecho sobre el que yacer y hasta el descanso dominical. Pero al volver cada día a su lúgubre aposento se topaba en el camino con una humilde casita rematada por un aspa asimétrica, que decían era la casa de un señor, rey de reyes, consuelo de todos los males, que prometía maravillas futuras a cambio de miserias presentes, y un lugar de ensueño más allá de las nubes en el que no había soberbios señores feudales, ni azadas, ni tierras, ni sol de justicia, ni callos en las manos, ni piojos en los pelos, ni sarna en las nalgas. Y el vino no era peleón. Mas aquella aspa asimétrica era celosa y exigía devoción perpetua, así que dedicó horas extra no remuneradas a cargar piedras sobre sus espaldas. Con ellas levantó edificios altísimos que se elevaban hasta el cielo al punto de rozar con la cúspide la punta de los graciosos dedos de aquel señor. Aprendió a imaginarlo y le hizo retratos, primero no le salía la nariz, luego clavaba hasta las ancas de su caballo blanco. Y viendo que ganaba talento su pincel, ya le requerían marquesas y duquesas para sus bodas, obispos y cardenales en los cónclaves.

Una tarde se miró en el espejo del salón de Madame Recamier: el tatarabuelo de mi tatarabuelo era ya el bisabuelo de mi bisabuelo y sabía hablar doce idiomas, conocía los principios de la física newtoniana y galileana y era embajador ante el Zar. Presumía de no asistir a los oficios y miraba con arrogancia las sotanas, las pelucas empolvadas y hasta las coronas. Por contra, simpatizaba con el pueblo, que empezaba a mostrar lo dientes. Una mañana de verano, el bisabuelo de mi bisabuelo salió a las calles junto a aquellos descamisados. Una multitud se concentró frente a la prisión de la Bastilla, liberó a los reos e incendió el infame edificio gubernamental; no tardaron en pedir la cabeza del rey y consiguieron también la de la reina. Renovaron las viejas ciudades, derribaron antiguos ídolos y marcharon juntos guiados por los mismos ideales. Con ingentes sacrificios, empezaron a ver abiertas las escuelas para sus hijos, los hospitales para sus mayores y rebosantes mercados para saciar hambrunas de siglos. Pero pronto se toparon con otras masas furiosas que les vedaron el paso.

Una noche, a altas horas de la madrugada, mi bisabuelo asaltó la casa de mi bisabuelo. Le obligó a levantarse de la cama, le amordazó junto a mi bisabuela y mi abuelo niño. Maniatados e intimidados por las bocas de las pistolas, fueron conducidos a unos trenes de mercancías en los que ya esperaban agazapados cientos de familias. Horas más tarde fueron hacinados en cubículos malolientes que iban vaciándose día tras día. Cuando no se esperaba mas que el último aliento, mi abuelo consiguió saltar las bardas y correr a campo abierto.

 Se unió a un grupo de partisanos que lograron arrebatar tierras al enemigo hasta penetrar en sus ciudades. En una de ellas, una noche, a altas horas de la madrugada, mi abuelo asaltó la casa de mi abuelo y le obligó a levantarse de la cama junto a mi abuela. Desde una ventana, mi padre niño los vio subir al remolque de un camión que a él le pareció gigantesco. En aquella misma ventana los esperó pacientemente; sobre el alféizar cayeron las primeras flores de mayo, las últimas hojas de octubre. Se los había tragado la tierra, pensó, y quiso buscarlos hasta debajo de las piedras. 

Entonces mi padre viajó en cohete hasta la Luna. Desde allí divisó numerosas explosiones nucleares y la destrucción de la Tierra. Decidió asentarse en el satélite y colonizó su cara oculta. Dueño de inmensas y polvorientas llanuras grises, pronto provocó la envidia de celosos alienígenas que no tardaron en invadir las tierras selenitas que debían  ser mi herencia. Acosado por el pánico, mi padre me entregó a la nave nodriza y allí me abandonó. Me criaron como eunuco, pero prosperé como esclavo.

A veces, entre latigazo y latigazo de los tentáculos de mi capataz, trato de averiguar cómo el tatarabuelo de mi tatarabuelo llegó a erguirse de su posición simiesca, frotarse los legañosos ojos y mirar de frente la luz del día. 

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