Confinamiento


Cuando acabo de preparar el almuerzo en la cámara incubadora, suelo subir al desván a distraerme. Aquí se amontonan centenares de cachivaches con los que me gusta dejar volar la imaginación: una vieja maleta de los abuelos con parches de distintos lugares del mundo y esquinas metálicas; una bicicleta con cestita de mimbre y flecos de plástico en los extremos del manillar y otros tantos objetos inútiles que han perdido todo sentido en nuestro tiempo.

En esas ocasiones en que me ve encerrada en esta mazmorra, abstraída en mis fantasías, Arthur se burla de mi loco romanticismo y ese extraño apego por estas cosas con las que él, de seguro, haría pronto una hoguera para hacerlas desaparecer al instante de la faz de la tierra. Pero a mí me gusta aferrarme al mundo perdido de mi infancia, anterior, muy anterior a la gran pandemia que nos ha recluido para siempre en el mejor de los mundos, nuestro hogar.

Cojo la maleta de la abuela, tantas veces manoseada, y juego a encontrarle alguna utilidad. En ese hueco que se esconde en su interior guardaban mis viejos toda clase de enseres y ropa, esos trapos con los que extrañamente nuestros antepasados se cubrían los cuerpos. Me entretengo abriendo y cerrando la maleta acompañando el gesto con un abrir y cerrar de mi boca, que me recuerda a los peces del acuario y me hace sentir dichosamente boba. Pero, como suele pasar, me he aburrido pronto de ese juego y he tratado de encontrar otro recreo antes de que me mordiera la ansiedad.

Me he tumbado en el catre de muelles y he alzado mis brazos tratando de alcanzar los piececitos colgantes de la muñeca de trapo sentada en la estantería. Al incorporarme he echado una mirada perdida a la ventana en busca de mi paisaje: lo que he visto a través de ella me ha asustado como en los viejos tiempos en que salíamos de casa. Un hombre, así como Arthur, merodeaba más allá de nuestro jardín. Me he frotado los ojos incrédula, pero lo que estaba viendo era real y tan cierto como el caminito de grava de nuestro jardín, o la verja de madera blanca que lo limita, o la copa enorme del sauce cuyo ramaje besa el techo de la parada del autobús, a escasos metros del buzón. Y, además, para mayor horror, se movía. Andaba con pasos lentos y breves salvando el espacio que hay entre el buzón de correos y la parada de autobús con la cabeza baja y las manos metidas en un anticuado abrigo.

En cuanto pude, aparté la mirada y contemplé el cuadro Impresión. Sol naciente de Monet que tenemos sobre la alacena. En la pintura todo estaba en orden: las breves pinceladas añiles que perfilaban el cuerpo del mar, el trazo negro del escuálido barquero y el circulo inflamado del sol esforzándose en hacer estallar el día desde su centro. Nada en él era ajeno, todo ocupaba su lugar y ningún intruso rompía la armonía.

Mas el orden que ha imperado tras la ventana durante más de treinta años, ese equilibrio visual compuesto por el caminito de grava que limita la verja de madera blanca y, a la derecha, la enorme copa del sauce besando con su ramaje el techo de la parada del autobús, ese mi paisaje hoy se ha roto por completo.

Para evadirme de tal sabotaje, me he puesto las gafas de sueño y tratar así de aliviar mi mente. Tuve poca suerte: una sucesión de pesadillas me devolvió al cruel mundo de mi infancia. En una de ellas, iba montada en la bicicleta de la cesta de mimbre y los flecos de plástico. Iba pedaleando como una loca bajo un cielo del que podía caer cualquier cosa, a merced de la cancerígena luz del sol, desprevenida contra cualquier criatura que pudiera cruzarse en mi camino fuera bestia o planta, bacilos o piedras, o, a lo peor, gente, hombres o mujeres deseosos de tocarte y de abrazarte para contagiarte cualquier mal, como aquella gripe que se llevó a mi tía Helga en la pandemia.

Desperté cubierta de un sudor frío. Derrotada por la tentación, volví a mirar por la ventana. El horrible intruso se había sentado en el banco de la parada de autobús. Sentí una punzada de angustia y oscuros presentimientos. ¿Cuánto tiempo iba a permanecer allí? Es más, ¿cómo y por qué había llegado frente a mi casa? ¿De qué hogar se había escapado y por qué no venían a recogerlo? Qué motivación le llevaba a ocupar aquel lugar sagrado tras la ventana, aquel paisaje para mi consagrado, quieto y solitario, que hoy aquel hombre hollaba con tanto descaro? 

Volví a mirar el cuadro de Monet y el círculo anaranjado, apenas más grande que un punto, que representaba el sol. No se movía, cumplía su función. Por su lado, el negro barquero y su barca seguían bogando en silencio en una quieta eternidad muy lejos aún de aquella maraña de grúas y chimeneas que se vislumbraba al fondo. Trate de llevar mi mirada del cuadro al hombre sentado en la parada del bus. Tal vez el individuo quería también, como el sol de Monet, ocupar un lugar en mi paisaje y se quedaría allí para siempre sin traicionar mi deseo.

No quise engañarme: un hombre es un hombre y no posee la fidelidad de los objetos. Se mueve y se acerca a uno cuando menos lo espera, amenaza con tocarte y otras cosas más asquerosas. Así que busqué el modo de recluirlo en mi paisaje tras la ventana e intentar que no volviera a levantarse ni anduviera de un lado a otro. 

Al cabo de unos minutos le aguardaba por el periscopio de dos orificios negros y alargados. Segura de mi puntería, apreté el gatillo y con la misma pericia con la que cazaba mariposas conseguí incorporar un nuevo miembro a mi paisaje tras la ventana. 

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