Narciso


Al levantarse, como de costumbre, Narciso se dirige al lavabo y se mira en el espejo. De nuevo, no encuentra nada especial en su rostro. Va a ser otro día aburrido, se lamenta. Da un bostezo y sale de casa.

Nada más pisar la calle todos los transeúntes se detienen a mirarlo: unos se giran extasiados; otros se dan de bruces contra el suelo o topan con las farolas, incrédulos y admirados. Incluso los albañiles de los andamios no pueden resistir dedicarle una serie de piropos y le silban con jolgorio. Pero Narciso, indiferente, sigue su camino.

Entra en una cafetería y pide un “latte-machiatto” para llevar. La camarera posa sus ojos en los ojos verdes y almendrados de Narciso. No puede desviarlos de ellos y solo logra derramar el café por el mostrador. Vamos, lo de siempre. Entonces aparece el jefe, regaña con acritud a la camarera y pide disculpas a Narciso. El jefe saliva al apreciar tan angulosa mandíbula y el mentón prominente; pero es hombre experimentado y salva el contratiempo. Narciso logra su bebida y una retahíla de halagos del jefe. Al salir del café, innumerables viandantes hacen cola para pedir el mismo y codiciado “latte-machiatto”. Todo normal.

Narciso se dirige al parque central. Alli encuentra un lugar frente a la fuente para tomar su café con tranquilidad. En unos segundos, aparece un individuo y le toma una foto. Pronto aparecen otros tres. En seis minutos, se ve rodeado de una muchedumbre de curiosos con los móviles levantados acribillándole con flases. Narciso ya sabe qué hacer: lanza su café y sale despavorido. Logra alcanzar un taxi y se escabulle en su interior. El taxista pregunta a Narciso por su destino y este le contesta. Maravillado, no oye nada: solo se deleita observando los pómulos rosados y el perfil griego del viajero sin poder volver la vista a la carretera. A punto de estrellarse contra un camión de mudanzas, Narciso grita. El taxista frena en seco. El viajero sale escopeteado del vehículo y se pierde por las calles del barrio chino.

Un cazatalentos le sale al paso. Típico. Le ofrece un contrato millonario con una discográfica. Narciso no ha abierto todavía su delicada boca cuando un sabueso de Hollywood le ofrece ser la estrella de la nueva saga de superhéroes. En dos horas logra ser el cantante más descargado en Internet.

Narciso se dirige a casa con la satisfacción de haber aprovechado el día. Echa un vistazo a su móvil: su abrigo de cachemir  es trend topic en Instagram y su flequillo suscitas  pasiones en las tertulias de sobremesa. Como era de esperar, cuando llega a la última esquina antes de su casa, una masa de admiradores le recibe con entusiasmo. Los más comedidos le chillan con furor; los más audaces, lo abrazan y hasta le besan. 

Pero entonces sucede lo inaudito: en la otra esquina, a punto de cruzar un paso de cebra, un hombrecillo vestido de gris, escuálido y cabizbajo deambula ensimismado por la calle solitaria, ajeno al tumulto. El corazón de Narciso empieza a latir frenético. No puede creer lo que ve. Quiere salir corriendo para alcanzar ese ser adorable que ha aparecido de milagro y retenerlo en sus brazos, declararle su amor y confesarle su intención de pasar con él el resto de sus días. Pero no consigue abrirse paso entre aquella maraña de manos, móviles y palos selfi. Antes de que pueda volver a ver aquel rincón de la calle, el hombrecillo se ha esfumado para siempre. Narciso se resigna y admite que ese tipo de hombres jamás se fijarían en alguien como él.

Llega a casa frustrado y agotado. Enciende la tele y hace zapping. En el primer canal su perfecta dentadura anuncia un dentífrico; en el canal 13, sus hipertrofiados abdominales sirven de reclamo a una cadena de gimnasios; en otro, se insinúan sus partes viriles bajo una colección de calzoncillos bóxer. 

Narciso apaga la tele apesadumbrado. Se desnuda para darse una ducha. Antes cruza frente al espejo y cierra los ojos. No puede evitar mirarse en él. Hoy como ayer, como tal vez mañana, no hallará nada especial en su maldito rostro.

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