Marcha atrás

       
Celia ya tenía preparada la mesa para el almuerzo familiar. No podía ser menos, decía Petra. Desde los diez años bregando con responsabilidades y cuidando de los demás. No pensar en ella misma le había dotado de una disciplina que Petra, en aquel momento, envidiaba. Al final, pensaba, la edad las había igualado por fuera, aunque el saldo personal para ambas fuera tan distinto.

Desde la puerta de la finca, Petra observó a su hermana esmerada en los últimos detalles. Pensó que entre aquellos comensales ella sería un buche más que llenar, que apenas añadiría algo especial al ágape. Pero entonces recordó con terror lo que debía dejar allí aquella tarde y se reprochó ser de nuevo un aguafiestas. Pensó en todas las trastadas que le había hecho a Celia y sintió vértigo: lo de hoy es otra cosa. Deseó ansiosamente girar sobre sus pasos, dar marcha atrás como el taxi que la dejó para salir a la carretera, y salir huyendo.

Mientras se acercaba al porche, sus pasos crepitaban sobre la arena. Seguro que Celia ya la había oído. Vio que la saludaba desde de detrás de la mesa. Estaba muy guapa. Aquella blusa blanca era distinta de la de los años de la escuela, siempre tan ajada que parecía resumir todo el agotamiento de aquel adulto precoz agotado por las cargas de tantos hermanos. Celia para un roto y para un zurcido. Celia a la hora de levantarse y a la hora de acostarse. Celia defendiéndola en el patio de la escuela, Celia consolándola de los tirones de sor Amparo, Celia ocultando sus travesuras y ofreciendo la otra mejilla. Tanto era así que a los veinte años ya tenía el carácter de una señora y daba miedo llevarle la contraria.

Petra trató de serenarse y ganar aplomo. La noticia, ciertamente, la había golpeado con dureza, pero no la había derribado. No podía ser muy distinto el efecto que pudiera producir en Celia; al fin y al cabo, decía entre dientes, eran hermanas. Recordó como había actuado el forense en su comunicación: hábil y rápido, comedido en su abrazo y en cinco minutos ya había desaparecido.

- ¿No han venido contigo? -preguntó Celia.

Había ido a la peluquería, sin duda, y no llevaba las joyas que le gustaba lucir. Iba a ser, creía, un almuerzo sencillo en familia. Sin necesidad de halagar ni sorprender a nadie. Algo relajado con el hijo, la nieta y la nuera.

-Están en camino.

El aire doblo ligeramente la punta de los cipreses que cercaban la finca en hilera y rizó el agua de la alberca. El aroma del almuerzo cocinado salía a ráfagas al porche.

-Seguro que vienen hambrientos- dijo Celia limpiándose las manos con el mandil.

  Petra sintió de pronto que iba a vencerla un vahído. Tuvo fuerzas para alcanzar la silla más cercana alrededor de la mesa. Se fijó en los pequeños cubiertos al lado de un platillo de colores vivos que estaban dispuestos para Martita.

- ¿Qué te pasa, Petra? Toma un poco de agua, mujer-dijo Celia llenando una copa.
Petra se tocó la frente.

-El taxista, chica, vaya viaje me ha dado…

Se incorporó y clavó su mirada en la colchoneta que flotaba sobre el agua de la alberca. Se imaginó desnuda con una cadena al cuello mientras se hundía a toda velocidad en el fondo del océano.

Tomó aire después de beber de la copa y miró el reloj. Sabía que entonces sería más feliz que dentro de media hora. Y dentro de media hora más feliz que pasada otra media hora. Que cada segundo le acercaba a su irrevocable deber. Entonces solo era cuestión de ir marcha atrás e ir llenándose de dicha, mientras iba alejándose de la hora cruel.

-Disculpa, Celia.

Se levantó y se dirigió al lavadero. Abrió la llave del agua. Recordó como de niña llenaba aquella misma pila de agua caliente y sumergía allí los higos chumbos. Al cabo de unas horas los sacaba lisos y sin espinas. Se lavó la cara y se desprendió de parte del maquillaje. Con ese rostro, decía, iba a decir la verdad.

Volvió al porche. En el centro de la mesa halló una gran bandeja cubierta con papel de aluminio.

-Lo he sacado ya para que repose-dijo Celia ataviada con un delantal-. No van a tardar mucho, ¿verdad?

Petra volvió a mirar el reloj ¿Cuantas veces más tendría que responder a esa pregunta? Sentía deslizarse sobre una alfombra de la que tiraban desde un extremo. Luego se sintió ligerísima como succionada por un agujero negro.

-No mucho.

Comparó el delantal de Celia con el de su madre. De nuevo llegaban vaharadas de la comida mezcladas con un creciente olor al sarmiento de las parras que trepaban sobre el porche. Se sentó a la mesa. Entonces salió Margarita con una nueva fuente olorosa:

-Le he hecho un postre a Martita que…

Sintió un crujido sordo.

-Estate quieta, Celia, por Dios…-gritó.

Se cubrió la cara con las manos. Un alivio caliente fluyó por sus mejillas, por sus fosas nasales, entre sus dedos. Un hilo de baba se le quedó entre las palmas y los labios.

-Nena, nena, tú no estás bien- dijo Celia rodeándole los hombros.

Se levantó y abrazó a su hermana. Le llegó un olor a laca para el cabello y perfume anticuado.

-Tiéndete en la cama hasta que lleguen Paco y Silvia, niña, te hará bien.

Petra acarició el rostro de su hermana y comprobó en sus dedos las mismas arrugas que ella se descubría cada mañana frente al espejo. Luego pensó en sudarios y mantas sobre el asfalto.

-Celia, una cosa, tengo que decirte una cosa.

La miró de cuerpo entero. De nuevo, pensó, la tenía bajo su bota, y de nuevo sin quererlo.

-Dime cielo- dijo Celia con la sonrisa más franca que pudiera imaginarse.

Sonó una bocina a lo lejos, en la autopista. Petra cerró los ojos con fuerza:

- ¿Qué demonios he hecho con mi vida?



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