Canciones de amor


Estoy frente al espejo del baño ensayando la última lección antes del examen. Mis labios se fruncen para conseguir algo que la forastera llama besar. Para besar, dice, es necesario contraer los labios, así como hago ahora. Luego, continua ella, hay que posarlos suavemente sobre un cuerpo. Siento el frío del cristal en mis labios. Los retiro dejando un cerco de vaho que trato de limpiar con toda rapidez. Lo puedo hacer mejor. Vuelvo a empezar.

Soy alumno de último grado de eso que en el extranjero llaman amor. La forastera dice que he hecho grandes progresos y que pronto me convertiré en un buen amante. En cualquier caso, ya soy capaz de retener en mi memoria algo más que las consignas del líder. Por ejemplo, puedo decir de carrerilla alguna letra de lo que la profesora llama canciones de amor: 

Love me tender,
Love me sweet,
Never let me go…

Yo me detengo a comprender tal código con la misma minuciosidad que los algoritmos de mi reactor cuántico. Así, creo deducir que un buen amante ha de ser tierno y dulce con el ser amado y solo cuando está realmente enamorado, siente que no puede vivir sin él. No acabo de entender lo último. Se lo preguntaré a la forastera. 

De vez en cuando, para entrenar, suelo mostrarme desnudo frente al espejo de mi cámara. Contemplo mi cuerpo, me digo, aunque me suene raro. Procuro aislarme lo suficiente para evitar que los vecinos espíen. Nosotros, ciudadanos de Lubitz, solo nos desprendemos de nuestras ropas para asearnos o cambiarnos de uniforme. Pero la forastera nos ha explicado que el cuerpo es como nuestro templo y merece halagarlo y contentarlo. Y entonces nos canta:

Your body is wonderland
Your body is wonder
                         I Will use my hands.

Pongo una mano sobre mi pecho y la deslizo suavemente por mi vientre. Al principio contengo unas arcadas ante tal vicio solitario, pero llego a dominarme. Luego rozo los muslos (no había comprobado lo tonificados que están), evito el miembro viril, que solo palpo para hacerlo eyacular en sesiones de distensión operativa. Vuelvo a subir por el dorso de mis piernas mientras toda la piel de mis nalgas y brazos se eriza. ¿De frío? No siento frío. Y esto tampoco son cosquillas. Creo que habrá que practicar más eso que la forastera llama caricias. 

Las sesiones son de lunes a jueves después de las rutinas de control del capataz. El aula es una sala de un viejo cuartel. A mí me gusta sentarme en primera fila, como hago en las honras anuales al líder. Frente a nosotros, hay una doble superficie rectangular y mate adosada a la pared donde esta escrita una palabra que la profesora nunca borra: empatía. La escribió la forastera la única vez que la vimos perjudicada. Sucedió una tarde cualquiera cuando entró por la puerta de la sala cargada de eso que los anticuarios llaman libros y cuadernos. Tuvo mal pie y tropezó. Cayó al suelo junto a todo ese material empapelado. Los compañeros y yo nos quedamos cinco minutos observándola en silencio, incorporándose lentamente, gruñendo como un animalillo. Yo lamenté que aquella torpeza retrasara el inicio de la clase. Luego, ya de nuevo recompuesta, bebió de su vaso y escribió en la pizarra esa palabra, que ella cree fundamental: empatía. 

Para practicar empatía, la forastera nos recomienda pasear por las colonias bajas. Allí se encuentra la gente averiada que retiramos de la circulación y de nuestra vida. Yo suelo acercarme cada sábado a sus calles y trato de llevarle la carga a una anciana o cubrir el cuerpo enfermo de un mendigo. Cuando no me escupen, sé que he logrado ser empático. 

Una vez encontré a una muchacha rodeada de dos guardias. Frente a ellos el conductor de un autobús la insultaba y llenaba de amenazas. Cuando se quedó sola, me acerqué a ella. Le tomé el papel de las manos y luego deslicé dos billetes de veinte en su bolsillo. La vi alejarse de mí en silencio. El viento levantó los vuelos de su abrigo y descubrió unas piernas adorables. Sentí que se incrementaba mi cardiograma y sufrí una ligera oclusión en el píloro. Volví a casa con una canción en la cabeza:

I am in love with your body, babe

Mi computador reconoce la imagen adherida a mi neocórtex. Imprimo ese rostro perfectamente configurado y lo engancho en el espejo del baño. Frunzo los labios y los poso en sus labios de papel. Me palpo al mismo tiempo mis hombros, mi cuello y siento que, de repente, un resorte nervioso me hace cerrar sobre mi cuerpo mis propios brazos. Buena noticia: ya sé abrazar con soltura. Cierro los ojos: la muchacha sigue metida en mi cabeza.

Salgo de casa eufórico. Por las calles, las gentes de Lubitz me miran con suspicacia: creen que me he chutado de serotonina, aunque hoy no me he drogado todavía:

Its a beautiful day
And I can’t stop myself
                        From smiling
     
Voy tarareando la canción mientras repaso mentalmente las lecciones del curso: los labios pueden besar, la piel puede ser acariciada; los brazos, abrazar. Llego hasta el barrio donde se encuentra ella. Hoy la encuentro con su mismo abrigo raído. Al verme sonríe, pero hoy no voy a deslizarle dos de veinte. Me desprendo de lo único que me cubre y hago lo mismo con ella. Poso mis manos en su pecho y ella deja de sonreír. Toco su vientre, acaricio sus muslos, vuelvo a sus pechos, pero no deja de temblar de frío. Para mi sorpresa mi miembro se yergue. Su cara es ya una mueca de espanto. Mis brazos vuelven a cerrarse, ahora sobre ella. La retengo para que jamás pueda escapar:

                         I never let you go,
                         Never, never…

Entonces empieza a gemir, y luego a gritar como una averiada. Pero yo sé que no estoy haciendo nada malo: estoy amando.

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