Ruinas


Cuando entró en el gran salón de celebraciones de la embajada, no había acabado aún el segundo foxtrot. Los caballeros, civiles y militares, agarraban con firmeza las cinturas satinadas de las damas y los camareros de frac sorteaban los bailarines, elevando con humor sus bandejas poco más grandes que sus manos. En el escenario, los músicos trataban de animar la velada. Sus rostros rubicundos se unían al dorado de sus tubas y trombones, que les recordaban el champagne que corría a raudales aquella noche. 

En el palco, Helen esperaba a que empezara el nuevo son para sacar a Mike a bailar y demostrarle sus nuevas dotes como bailarina. Mientras apuraba su copa, se distraía pasando sus dedos sobre las nuevas insignias del uniforme del novio: colores de la Unión, medallitas mates, otras más vistosas y gemelos a juego con los emblemas de las divisiones de la campaña del Pacífico.

Entonces cesó la música. El director de la orquesta no pudo evitar una mueca de repulsión cuando vio llegar al forastero, que empezó a vagar entre los invitados. Poco después se oyeron silbidos e insultos agazapados entre los asistentes. Para serenar a la multitud y a él mismo, el director decidió saltarse el programa y tocar Barras y estrellas. En seguida damas y caballeros, como llevados por un inapelable impulso, deshicieron los corros y formaron filas. Los militares condecorados y los civiles con escarapelas patrióticas se llevaron la diestra al pecho. El intruso dobló una de las esquinas de las filas y se dirigió al palco con la mirada al frente mientras era seguido por ademanes altivos y silbidos aislados. Su rostro cetrino, bigote fino, exótica indumentaria y el repicar de sus sandalias de madera sobre el suelo marmóreo se acercaban a Helen, que mostró el único rostro de piedad de la sala.

 Advirtió que el extranjero llevaba la misma yutaka que el día que le conoció, cuatro meses atrás, a pocas manzanas de allí, en la Friedrichstrasse. El tono oscuro, sobrio, pero no severo de la vestimenta, contrastaba con la nieve que cayó, como de milagro, aquel día de mayo. Lo primero que vio Helen fueron las curiosas huellas que iban dejando las sandalias de madera de aquel transeúnte sobre el palmo de hielo. Al fondo, divisaba la ciudad aniquilada y su esqueleto herrumbroso, que amenazaba con desplomarse de un momento a otro. Helen siguió aquel exótico kimono y en un rapto de osadía se colocó junto a él. Tadashi no apartaba los ojos del gato que cocinaba uno de los muchos mendigos que se arremolinaban en torno a las hogueras de las calles. Helen dominó la náusea que le provocaba aquel cuerpo afeitado de felino que iba tomando un color tostado. Giró instintivamente la cabeza y se encontró con los ojos rasgados de Tadashi, que se detenía con misteriosa fruición tanto en aquel cuerpo de animal como sobre las ruinas de Berlín.

-No voy a volver- dijo para sí mismo en japonés. Recordó un haiku que aprendió en su infancia que hablaba del principio y el fin; luego un jardín en llamas. Tras un breve susurro, Tadashi se volvió y halló los ojos claros que esperaba encontrar-. I will not come back- dijeron unos labios que Helen vislumbró trémulos y comedidos.

Lo primero que hizo Helen al llegar a su apartamento fue anotar aquellas palabras en su dietario, las primeras que le dirigió aquel desconocido. Luego encendió un cigarrillo y se distrajo comparando el humo del tabaco con el de las hogueras que apreciaba desde el ventanal. Semanas después, un amanecer de agosto, descubriría a Tadashi desnudo observando la ciudad arrasada frente a aquel mismo mirador. Helen se incorporó en la cama e hizo gruñir los muelles del colchón, pero Tadashi no salió de su ensimismamiento. Entonces observó en la consola carcomida los formularios del departamento de emigración americano cumplimentados con caligrafía impecable; dos fotografías de pasaporte de Tadashi, un diccionario bilingüe y el gramófono. Horas antes habían hecho el amor hasta dormirse mientras sonaban melodías de Duke Ellington; no echó de menos el cuerpo de su amante hasta poco antes de despertar.

Se detuvo a mirarlo desde la cama. No era ancho de espaldas ni de gran estatura, pero compensaba esas carencias con unos movimientos gráciles y una asombrosa flexibilidad. No pudo evitar comparar aquel cuerpo con el de Mike y se avergonzó en seguida de aquella idea. Notó como se acrecentaba la compasión que sentía por aquel hombre desde el día que lo conoció, un sentimiento al que se añadía desde la tarde anterior una nueva sensación de malestar. Recordó la llamada de Mike desde el otro lado del mundo.

-Hemos vuelto a sobrevolar las ciudades que atacamos anteayer y no ha quedado piedra sobre piedra -escuchaba Helen desde el otro lado del teléfono-. Los chicos están entusiasmados e incluso bromean, pero a mí todo esto me parece una puta mierda…

Luego Mike habló de perros y gatos desollados, de niños comidos por algo parecido a la lepra y de un veneno aniquilador que se extendía entre las ruinas verdosas de aquellas tierras que sus compañeros oteaban como miniaturas de cartón entre las nubes vírgenes.

Eso volvió a la mente de Mike mientras observaba a Tadashi acercarse al palco. Bajó la mirada y  acercó sus labios a la copa, pero no bebió. Helen quiso saludar al forastero, pero él se adelantó con una reverencia de gran aplomo. Poco después y antes de que alguien entre el público rompiera el silencio con las palabras “escoria” y “amarilla”, Tadashi se encontró con los ojos azules que esperaba hallar.

-Gracias, Helen, pero no me iré de aquí. 

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