Pitia


                                                                                                                        
              -Hay que vivir el momento. Y vivirlo deprisa.

              La tenía sobre mi vientre y eso era, tal vez, lo que me había enamorado de ella: no se dejaba vencer por el futuro.

- Yo solo trato de burlarlo-aseguraba, mientras insistía en acariciarse los pechos con mis manos.

Acabábamos de regresar del funeral de papá el mismo día en que hubiera cumplido setenta. Me sorprendió la muerte repentina de mi padre, pero Pitia parecía como si lo hubiera encajado desde hacía tiempo. Recuerdo que acertó cuando propuso adelantar la celebración del aniversario unas semanas antes. Me alivia pensar que al menos papá se fue de este mundo halagado con nuestras últimas felicitaciones.

Otro alivio más práctico llegó con mi parte de la herencia. Pensé en invertirlo en hacer reformas en la casa de veraneo, pero el juicio de Pitia se impuso. Por qué no, me dije, tenía ganas de saber lo que era vivir al día y ahí estaba la ocasión. Un domingo al regresar de la casa de veraneo, Pitia me sugirió organizar una gran fiesta con amigos. Me volvió a convencer. Aquel último año, agobiado de trabajo, había sido un antisocial y ya era hora de reencontrarme con mi gente.

-Además-dijo para sí misma con cierta gravedad-, esta casa merece un último homenaje.

Cuando me confesaba sus ambiguos planes era igual de arrebatadora que cuando follábamos: me ataba con una soga cuyo nudo era sencillo de hacer, pero excitadoramente arduo de deshacer.
Un sábado quedamos a cenar con Cintia y Roberto. Cumplían un año de casados y parecían más felices que durante su noviazgo. Pitia discrepaba:

-Es una pena-se lamentaba-, tan guapos y tan triste todo…

Al llegar los postres, Pitia nos sorprendió a todos con una pequeña muñeca de trapo. Dos botones negros eran los ojos, un ovillito de lana, la nariz, y una bordadura de hilo verde dibujaba una boca inexpresiva.

-Ten, querida- dijo Pitia entregando el juguete a Cintia-. Espero que a ella le guste tanto como a mí.

Los novios se miraron con confusión. Luego Cintia carraspeó azorada:

-Es preciosa-dijo nuestra amiga mientras jugaba con un botón de la cara-. A mí también me gusta mucho.

A finales de agosto celebramos la fiesta. Aprovechamos las últimas horas de la tarde de un sábado, aunque Pitia insistió hasta el final en adelantarla al mediodía. Decidimos disfrazarnos con ropa de los setenta. De los grandes altavoces colocados en las esquinas del jardín sonaban canciones de ABBA y Gloria Gaynor. Después de un picoteo, llegó la barra libre. Ofrecí dos copas a Roberto y Cintia, pero él se adelantó a detenerme:

- ¿No lo sabes aún, empanao? - y acarició el vientre de su novia.

Los tres soltamos una carcajada al unísono, como hacíamos en la facultad cuando nos burlábamos del profe de Penal. Pitia permanecía callada: no había hablado en toda la velada. Cintia y Roberto se fueron a saludar a unas amistades y yo aproveché para animar a mi chica. Me acerqué a su oreja derecha y le mordí el lóbulo.

-Has vuelto a acertar! Tu muñequita tendrá pronto una amiguita- y le mordí los labios, que no paraban de temblar.

Me quité la chaqueta y se la puse sobre los hombros. Luego ella me condujo al lavadero que había detrás del jardín. Allí empezó a desnudarse. Todo su cuerpo trémulo se sentó sobre la tabla estriada de fregar. Como gustaba hacer para excitarse, tomó mis manos y las colocó en sus pechos. Estaban ardiendo. Empecé a preocuparme por ella, que a ratos ponía los ojos en blanco. De una sacudida, Pitia levantó un palmo de la manguera de goma que estaba en el suelo desde la toma de agua de la pila. Me la ofreció y yo me serví de ella para rodearle el cuello y deslizarle el mango entre sus pechos. De la boca de la manguera cayó un chorro de agua que fue a parar a su coño. Poco después escuchamos gritos de auxilio y alaridos de nuestros invitados. La noche se inflamaba con un gran resplandor anaranjado. Pitia se sonreía jugando con mi polla y la boca de la manguera en cada mano.

-Chiquitita, no hay que llorar…- tarareaba al mismo tiempo que una sirena acabo solapándose a la música que llegaba de los altavoces.

Con la manguera alrededor de mi cuello, a punto de ahogarme, pensé si llegaría a ver algún día lo que sucedía afuera. El calor se hacía insoportable y noté que me faltaba el aire. Recuerdo que llegó el veneno del sueño. Vi entonces a Pitia con la cabeza afeitada y vestida de sacerdotisa. Construía un castillo con cartas de tarot. Luego su muñeca de trapo sacaba un naipe del edificio y el castillo se derrumbó. De todas las cartas que fueron a parar al suelo, tres cayeron boca arriba: en una se veía el rostro de papá, en otra, el de Cintia y en la tercera, el de su bebé. Desperté antes de conocer el rostro que se ocultaba en el naipe indeciso que todavía volaba.

 Nada más salir del hospital me deshice de todo lo que me ligaba a Pitia y decidí alejarme prudencialmente de la ciudad unas semanas. Necesitaba reponerme de tanta calamidad: el incendio de la casa, la pérdida de las amistades con Roberto deprimido y Cintia sin salir del coma.

En el resort al que había llegado, decidí tomar el sol unas horas. Luego, con las pilas cargadas, quise tomar la motora y navegar mar adentro. Entonces oí que acababa de recibir un mensaje en el móvil:

-No lo hagas-decía-, por nada del mundo.

Me giré inmediatamente creyendo a Pitia detrás de mí, pero solo encontré unos surfistas malhumorados de vuelta al hotel. Salí corriendo como un poseído hacia mi habitación como queriendo buscar abrigo del sudor frio que me recorría. Al encender la luz, descubrí en la mesita un bolso de mujer con un folleto de la asociación contra el cáncer en su interior.  A pesar del furor, pudo contemplar mis manos y me acordé como rodeaban el cuello de Pitia cuando follábamos hasta inmovilizarla. Me empecé a sentir seguro y decidí salir a tomar el aire.

En la orilla de la playa unos agentes de costas atracaron la motora del hotel en el embarcadero. Luego acostaron sobre la arena un cadáver. Me uní a los curiosos y observé un desnudo amoratado de mujer al que le faltaba un pecho. Volví a verme las manos y las sentí miserables.


           

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