Carreras

             

Jugar a las carreras con Buika fue nuestro juego favorito durante tres veranos seguidos. Ella era rápida para ser una chica: aquellas piernas largas que parecían crecer cada semana eran la garantía para ganar cualquier carrera que se disputara. Aquel verano Buika me sacaba ya tres palmos, pero yo, lejos de amilanarme, insistía en competir con aquella muchacha, aun sabiendo de antemano el fracaso que me aguardaba. Partíamos de la línea de zarzales donde empezaba la playa en iguales condiciones. Los primeros metros de la carrera yo siempre le superaba ligeramente y hacía lo posible por incrementar la ventaja y dejar atrás el aliento jadeante de mi rival. Era inútil: las zancadas de Buika conseguían adelantarme a mitad del recorrido hasta perderla de vista.

Cuando llegaba a la orilla, encontraba a Buika estirando sus miembros como un mástil elástico frente al sol naciente. Yo ya estaba preparado para sus rechiflas, pero aquella mañana parecía perdonarme. Buika jugaba con un pequeño objeto entre sus dedos. Era una estrella de doce puntas que parecía de algún metal precioso, con una piedra negra engastada en el centro, que semejaba al ónix. Bromeó con fanfarronería:

-Mira, enano, mi primera medalla-dijo metiéndose el tesoro en el bolsillo.

El lunes en la escuela mi amiga lució orgullosa su joya colgada del cuello. En el recreo me comentaba lo ilusionada que estaba con su joya, cuánto le ayudaría a ser todavía más alta, a correr más veloz hasta batir a todo contrincante y llegar a competir en las Olimpiadas. Yo noté que el contento de Buika contrastaba con la suspicacia del resto de compañeros y maestros, que aquel día no cesaban de chismorrear. Al final de las clases, la señora Kigala pidió a Buika que le acompañara a la sala de profesores. Previendo que eso llevaría tiempo, decidí regresar a casa solo.

Por las calles únicamente circulaban jeeps militares atestados de jóvenes con rifles y ametralladoras. Los grupos se hacinaban en los remolques mientras cantaban con júbilo y bromeaban entre ellos. Aquella sincera camaradería me cautivó y cuando retomé mi camino fantaseaba con manejar un arma más alta que yo en medio de soldados más altos que yo. Solo así llegaría a ser un hombre digno de competir con Buika.

Animado con mi propósito, pensé en compartir mis sueños con ella, pero aquel día mi amiga no asistió a clase. No le di mayor importancia hasta apenas una semana después, cuando me encontré con un grupo de hombres en Woodstreet. Gritaban furiosos y quemaban fotografías de generales y gobernantes de nuestra tribu enemiga. No llegué a tiempo para conocer el rostro de aquel retrato ardiendo, pero sí para reconocer una estrella de doce puntas con ónix negro en la solapa del uniforme de aquel general. Sentí un sudor frío que anegaba mi cuerpo adolescente. No dejaba de pensar en Buika, pero cada vez que lo hacía su rostro se confundía con las facciones feroces que yo suponía en la faz de aquel general calcinado.

Decidí alistarme en el regimiento de alevines pocos días antes de la declaración de guerra a los hutus. Las tropas eran todavía anárquicas y mal entrenadas y los chavales compartíamos armas y deberes con hombres disolutos que jamás conocieron la disciplina. La situación iba agravándose con el paso de las semanas. Nos llevaron a la primera línea del frente cerca del lago Nyungwe. La situación allí era todavía tranquila, aunque nos llegaban noticias de los saqueos y tropelías que los hutus cometían en todo poblado ocupado.

Una noche después del baño en el lago, los camaradas tenían ganas de divertirse. Habían apurado varias botellas de contrabando y el teniente Dwa propuso tomar la balsa y llegar hasta la otra orilla del lago, en terreno enemigo. Allí nos esperaban hembras hermosas con las que pasar la noche, por lo que nada tendríamos que temer. El prostíbulo distaba apenas dos millas de la orilla del lago y estaba en una encrucijada de trochas solitarias. Nos recibió en la puerta una vieja alcahueta drogada que nos invitó a unirnos a la fiesta.
El interior del lupanar lo formaba un gran patio en el que se disponían desordenadamente veladores con sillas y catres bajos con colchas raídas. Un gran biombo verde separaba el patio de las alcobas. Usain, el chaval con el que más había simpatizado, viéndome pasmado ante aquel espectáculo de mujeres y hombres arrebatados, me invitó a una copa en la barra. La camarera nos atendía entre risas y groserías. Con la tercera copa, sentía crecer el deseo de tomar con mi boca los pezones anillados que me mostraba aquella mujer menuda.

Unas carcajadas como resuellos y palabras broncas llegaban de una mesa cercana. El teniente Dwa, con una cachimba en la mano y la camisa empapada de alguna bebida, soltaba insultos como un poseído. Cuando me giré presencié una escena patética: Dwa había sido derribado en el suelo por una mujer gigantesca que no paraba de jadear. La prostituta tenía le pelo enmarañado y de su cuello colgaba una estrella hutu de doce puntas. Me abrí paso entre los compañeros que se mofaban de Dwa y me acerqué a la chica. Alcé su cara hasta mis ojos y sonreí al descubrirla:

-Te reto a una nueva carrera, ¿te atreves?

Buika se irguió y estiró su cuerpo como hacía frente al mar aquellos días de verano. La tomé de la mano, se la besé y abandonamos el local. Bajo la noche cerrada, echamos a correr con las manos entrelazadas: sentí por primera vez la carrera como una promesa que nos esperaba a los dos, ya no solo a uno. Al llegar a la orilla tomamos la balsa y nos adentramos en el lago. Bogamos toda la noche hasta que al amanecer dimos con la orilla.

Antes de tomar tierra, Buika se desprendió del camisón de seda que la cubría. Luego lanzó su colgante al fondo del lago. Yo me deshice de mi traje militar. Observé una estrella de doce puntas tatuada sobre su ombligo. Buika acariciaba su vientre mientras sonreía mirando al horizonte. Sobre el nivel de mis labios estaba su pubis, que lamí lentamente hasta alcanzar su torso. Al levantar mis ojos hacia Buika su cara sonriente parecía llegar hasta las estrellas.


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