Andamios


Se puso las gafas de sol y la gorra y salió del coche en doble fila. En la puerta del colegio esperaban un grupo de gente frente a la cancela. Desde la calle principal llegó un Audi negro que se detuvo detrás del suyo. Los primeros niños se dispersaron por el patio y tardaron en salir a la calle. Sabía que Berto saldría de los últimos y eso le tranquilizó. Al verlo, Berto saltó a sus brazos hasta sacarle la gorra.

  -Joder, papá, te has rapao…

-Eso es lo que quería tu madre, ¿no?

Salieron a la autopista de circunvalación. Desde el espejo retrovisor observó que el Audi encendía las luces. Luego miró a Berto que jugaba con la Tablet.

- ¿Tienes hambre, friqui?

Berto echó un vistazo a los márgenes de la vía y vio una enorme torre de ladrillos apilados.

-Ya nadie me llama friqui, papá…

Se fijó en una valla publicitaria con un viejo cartel desvencijado.

-Vaya por Dios…

Berto hurgó en su bolsillo derecho del pantalón y sacó un crucifijo. Lo colgó del espejo.

- ¿Qué es?

Berto miraba pasar las torres eléctricas.

-Era de la abuela.

Recostó la cabeza en el respaldo del asiento y tragó saliva. El colgante apenas pendulaba.

El navegador avisó de la salida. Llegaron a un área de servicio donde la mayoría de las plazas estaban ocupadas por camiones. En otra hilera lateral, unos musulmanes oraban sobre toallas blancas al lado de sus vehículos. Berto salió disparado del coche.

-Ven aquí y ponte el abrigo…

-Jo, que me meo…

Se puso la gorra y las gafas. Miró por encima de la capota del coche y encontró al conductor del Audi observando distraído a los musulmanes. Luego empezó a repostar.

En el interior del restaurante había un aire pesado de fritanga y tostadas. El tintineo de las cucharillas con las tazas era incesante y, junto a una tragaperras, lograban silenciar las noticias que radiaba el enorme televisor de plasma. Al llegar Berto, se quitó las gafas y esperaron en la cola.

-Mira, papá, te han pillao…

Berto miraba a la gran pantalla. Se vio con un traje azul marino y las gafas de sol que tenía entre los dedos bajando la escalinata de un enorme edificio oficial. Luego trataba de sortear decenas de micrófonos hasta introducirse en el Audi.

-Hola, buenas.

-Buenas, ¿para cenar?

No pudo evitar fijarse en el tatuaje de la camarera. Parecía el plumaje de un águila y cubría toda su garganta. Contrastaba con el uniforme gris perla que llevaba. Vio que a la chica se le desdibujaba la sonrisa cuando lo miró fijamente.

-Un momentito.

Se llevó la mano al pecho y acarició el forro de lana de su chaqueta con el dorso. Su anillo rozó la cremallera. La camarera volvió.

-Lo siento, caballero, la cocina está a punto de cerrar.

-Como que…, si…-señaló la cola que esperaba.

-Lo siento, señor. Si lo desean, pueden tomar algo del frigorífico para llevar.

Se fijó en el televisor. Una mujer todavía joven atendía con simpatía a un grupo de periodistas. Al fondo se entreveían las balanzas de una diosa.

-Vamos Berto.

Había oscurecido bastante, pero no era noche cerrada.

-Espérame en el coche. Ahora vuelvo.

Se dirigió al conductor del Audi que había aparcado junto al tren de lavado. Al verlo, bajó la ventanilla e intercambiaron unas palabras. Él le indicó algo en la autopista mientras el conductor le entregaba una bolsa de papel. Volvió a su coche.

-Toma, friqui, pero no te pases- dijo soltando las gafas en la guantera.

- ¿Nuggets?

Tecleaba el navegador mientras se mordía los labios.

-Te voy a llevar a un sitio mejor. Vamos.

Después de salir de un embotellamiento entraron en una calle recién pavimentada. En la acera se veían ancianas con carros de la compra y un obrero con mono esperaba el autobús junto a un contenedor de vidrio medio levantado. Aparcaron en un descampado elevado sobre un pequeño campo de fútbol. Al fondo se entreveía una fila de pisos de hormigón.

-Pero si es el barrio de la abuela, papá…-se quejó Berto.

El sacó del maletero un balón lustroso.

-Mira, friqui, del Mundial.

Berto lo atrapó al vuelo.

-Hostia, el de Iniesta.

-Anda, Iniesta.

Bajaron por un terraplén hasta la cancha iluminada. Detrás se encontraba un edificio de ladrillo a medio edificar.

-Chuta desde el centro del campo, Berto, sin miedo.

El balón rebotó en el larguero y salió de la cancha. Berto llegó frente al edificio de ladrillo y se quedó observándolo con el balón a sus pies. Luego volvió a la portería.

-Papá, ¿cuándo acabarás el edificio?

             El lanzó una mirada a un hueco oscuro que hubiera sido la puerta de una terraza.

           -Cuando tenga vacaciones.

            Berto botó con fuerza el balón contra el suelo.

           -Tú nunca tienes vacaciones.

          El conductor del Audi dio un portazo. Se dirigió a algún lugar del descampado. Se oyeron gritos de voces que él no conocía y un ruido de forcejeo.

           -Esto es la calle, gorila, estoy en la puta calle, ¿vale?

         Se agachó y se acercó más a Berto hasta cubrir sus orejas con sus manos.

          - ¿Recuerdas cuando la señorita Ramírez te cateó mates en junio? Tu revisaste el examen y viste que se había equivocado. Pero la señorita Ramírez no lo admitió y te quedó mates para septiembre.

         -Todas las vacaciones empollando, no es justo…

          -Es verdad, Berto, no fue justo. A mí me pasa ahora algo parecido. Esa señora de la tele se ha equivocado conmigo, pero tengo que demostrarlo. Llevarle el examen y enseñarle que los números cuadran. Que merezco el aprobado.

- Y las vacaciones…

Sacudió el pelo del niño. Berto observó los andamios blancos que no lograban ocultar la oscuridad.

-No construyas ese edificio, papá. A la abuela no le gustaba. Prefería su casa de antes.

El trató de levantarse, pero sintió una debilidad repentina.

-Es un edificio feo, papá, muy feo.

Abrazó a Berto y trató de reprimir un sollozo.

-Horrible, hijo.





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