Pereza


Son las cuatro de la tarde de un tórrido día de julio en una pequeña finca en medio del campo. Apenas se mueve el aire ni se ve criatura alguna. Solo un coro de cigarras cantoras parece intuir lo que se cierne. En este marco incomparable, vamos a presenciar en escasos minutos un acontecimiento que va a dejar huella en la memoria de generaciones venideras. Pero no nos demoremos más y acerquémonos al rincón elegido para la hazaña.

A las cuatro y tres ha sonado el despertador que avisa a nuestro hombre del final de la siesta. Nuestro hombre no tiene prisa y decide alargar una hora el sueño- quien dice una hora, dice dos. Cuando al fin, mascullando gruñidos, decide incorporarse, se inclina sobre la mesilla de noche sobre la que sigue sonando el despertador y, en un aciago giro de la fortuna, pierde estabilidad, resbala de la cama y va a parar al suelo. Nuestro hombre no se humilla: sabe que las contrariedades son habituales entre los elegidos para altas empresas. Así que no se da por vencido y en un formidable gesto de energía nunca visto antes, se alza sobre sus pies, se calza las chanclas y lanza contra la pared el despertador para vengar la afrenta.

El dormitorio está oscuro, pero nuestro hombre es hábil y sabe deslizarse entre las tinieblas. Ha dado ya tres pasos certeros y siete tropiezos cuando consigue llegar a la puerta, abrirla con un temible bostezo y ver al fondo del pasillo la claridad que llega de la terraza. Allí le espera un mullido sofá, un ameno televisor y un formidable cuenco con tres bolas de helado coronadas por una guinda.

Pero el camino no es fácil. Nada más salir de la habitación debe pasar frente al baño. Traga saliva y se rasca una nalga en un gesto de humanidad. Tiene ganas de orinar, pero el alevoso lavabo solo le ofrece dificultades: entrar en el cuarto, encender la luz y levantar la tapa del inodoro requieren de una voluntad hercúlea que solo tipos como nuestro hombre poseen. No acierta a dar la luz, pero nada detiene la determinación de un guerrero: orina a oscuras calculando con su aguda inteligencia la trayectoria del arco líquido que va desde su cuerpo al fondo del váter. El logro es descomunal, no ha salido ni una gota fuera y la cisterna ruge como una fiera vencida.

Sale de esta aventura muy robustecido y sin lavarse las manos. Conserva, además, las agallas suficientes para enfrentarse a todas las asechanzas que le esperan en la cocina: una cesta enorme donde yacen las prendas de anteriores lides; un microondas que pide a gritos una puesta al día y, lo más inquietante, una nevera cargada de municiones que tiene que descongelar y preparar con esmero para satisfacer un horno donde siempre se carbonizan sus ágapes. Y, sin embargo, nuestro guerrero se enfrenta impasible a sus responsabilidades.

Parapetado en la esquina de la cocina, escudriña el montón de vajilla sucia que se acumula en la mesa. Entre tal barullo de mugre, logra distinguir el fulgor de una cucharilla lustrosa. Nuestro hombre recuerda de inmediato el postre que olvidó tomar y le espera en la terraza. Muestra su entusiasmo con un bostezo rematado en eructo. Sin embargo, debe obrar con cautela: rescatar el preciado adminículo de entre tanta basura requiere audacia de estratega y pulso de cirujano. Se dispone a embestir con tiento. En el primer intento las bandejas tiemblan, pero no le intimidan. El sudor de la canícula le baña el rostro y trata de deslizar los gordezuelos dedos entre la maraña. En el segundo tanteo se mueven las copas y pronto la cubertería entera. En un momento todo aquel amasijo se derrumba y va a parar al suelo. De tal estropicio nuestro hombre saca sensatas conclusiones: nunca fue fácil sortear la maleza donde se oculta el botín y siempre hay que lamentar bajas y daños colaterales. Con todo, la linda cucharilla ya reposa en sus graciosos dedos.

Con bríos renovados y dejando atrás las hordas enemigas que ya muerden el polvo, llega a la puerta de la terraza esgrimiendo la cucharilla como trofeo. Un sol de justicia le asalta los ojos legañosos y el acre canto de las cigarras celebra su llegada. Allí están ya a sus pies el cómodo sofá, el televisor encendido, su flaco perro que se espulga y el ansiado cuenco de tres bolas de helado con guinda. Todos quieren satisfacer el ocio que merece el hombre bravo e indómito que ha vencido tantos contratiempos. De la puerta al sofá aún quedan unos pasos: vuelve a gruñir, no viendo nunca el final de esta epopeya. Saca fuerzas de flaqueza y dando manotazos al aire para repeler una mosca, logra salvar la distancia. En el borde del sofá solo resta a nuestro hombre precipitar su faraónico tonelaje sobre los almohadones y cojines. Una vez tendida toda su flácida corporeidad, posa el cuenco de helado sobre su orondo y pronunciado vientre y clava la cucharilla en la bola de chocolate. He aquí, damas y caballeros, la justa recompensa para el que con tanto denuedo ha luchado por sus ideales.

Mas los enemigos nunca descansan y siempre están dispuestos a nuevas tretas. Nuestro invicto hombre es testigo de unas imágenes abominables que llegan del televisor. Fornidos atletas de relucientes músculos levantan ingentes pesos o tiran de enormes camiones sirviéndose de sus dientes. Luego un documental le muestra alegres campesinos levantando hoces y azadas mientras doblan animosos sus cuerpos sobre la tierra. El espectáculo es horripilante y nuestro hombre sucumbe a la ominosa encerrona. El mando a distancia no está a su alcance y desiste cambiar de canal. Acosado y acorralado, adopta una decisión salomónica:  hundirá su cara en los cojines y dará una cabezadita hasta la hora de la cena.





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