La madre de Hitler


La primera vez que supe que Adi sería artista fue cuando palpó mi cabeza con sus torpes manos infantiles. Sucedió en una de tantas ocasiones en que mi hijo gustaba de hundir su cara en mi regazo después de la paliza diaria con la que el padre nos saludaba cada noche al volver del trabajo. Yo siempre buscaba refugio en el porche mientras fingía zurcir  o perdía la mirada en el horizonte indefinido sobre el que apenas titilaban unas estrellas. Sabía que allí Alois me guardaría mayor respeto que si me encontraba en el interior de la casa mientras preparaba la cena o avivaba las brasas de aquel hogar que había visto morir cuatro retoños. Adi, en cambio, siempre se quedaba en el salón como muestra de dignidad.

Al llegar de la escuela me besaba tiernamente, tomaba el vaso de leche que yo le había dejado en el escritorio y abría el voluminoso tomo de mitología germánica del que muchas tardes nos leía a viva voz las proezas de Odín, las maravillas del Valhalla o los terrores que sucederán en el Ragnarök, la guerra del fin del mundo. Poco después, al caer la noche, Paula y yo salíamos al porche. Al llegar Alois, la niña y yo nos recogíamos en las sombras. Adi, consciente del deber que se le reservaba, tenia ya desnudas sus escuálidas nalgas mientras dirigía una mirada de gélida firmeza, casi sobrecogedora, a aquel padre vencido por el ajenjo. Cada vez que escuchaba restallar el cinturón sobre la carne de Adi, yo elevaba mi voz, que le cantaba una nana tirolesa a Paula. Luego cesaban los zurriagazos al mismo tiempo que mi canción y el silencio que sucedía era inmisericorde. Quién saldría por la puerta entonces, si el hijo malherido o el marido brutal e insaciable, solo era voluntad del Señor. Yo rezaba a todos los santos por ver aparecer a Adi con la expresión de hombre prematuro, curtido e impasible, que iba en busca de mi falda, alzaba su mirada hasta encontrarse con la mía, posaba sus manos en mis sienes convulsas y se disponía a reseguir con sus dedos mis labios secos, las hundidas mejillas, mi frente cerrada hasta secar las lágrimas que yo derramaba por él. Sabía que iba recogiendo mi rostro en sus manos para dibujarme después en sus cuadernos.

El mejor de los retratos que me hizo siempre me acompaña sobre la cabecera de esta cama en que me consumo. Al contemplarlo por primera vez, quedé convencida para siempre de que Adi estaba llamado a la pintura. Algo dentro de mí renegaba ya con vehemencia de aquel destino de aduanero que quería imponerle Alois, maldiciendo continuamente las aficiones de mi hijo mientras gritaba que no quería poetas en casa. Este retrato me muestra siempre aquella joven que fui, la joven que soy todavía a los ojos de Adi, y consigo así sobrellevar mi suplicio. El doctor Bloch, que me visita tres veces por semana, asiente: 

-Su hijo le adora, se desvive por usted, lástima que sienta tanta suspicacia por mí y los de mi raza…

-Son cosas de juventud -le digo-. Adi no es mal chico y Viena le curará todos esos prejuicios de populacho.

Pero yo sé que Adi está empezando a aborrecer la ciudad.

-Allí no entienden mi talento, mamá… Viena está llena de artistas tan degenerados como en Berlín y hasta los académicos más sensatos se rinden a sus bajezas- me cuenta mientras da vueltas alrededor de mi lecho con todo tipo de aspavientos-. Si vuelven a rechazar mi ingreso en la Academia, me marcharé a Múnich, que es una ciudad viril y ordenada.

Adi siempre ha admirado Alemania y cree que a nuestra patria la salvarán las hordas del Káiser algún día glorioso. Cuando habla de política, recobra el entusiasmo que tantas veces le niega el Arte: adopta un tono de voz solemne, fija su mirada en el infinito y frunce su boca sobre la cual ya crece un bigotito de dandi. Luego vuelve hacia mí su rostro, se abalanza sobre el regazo de su madre y, como aquellas tardes violentas, me pasa sus dedos largos y finos por mi cara enferma.

-Qué hermosa eres, mamá!- me dice extasiado, como si hubiera recibido una súbita iluminación- Tus ojos, tu nariz, tu mentón levantado son los de una aria auténtica.

Yo no sé qué es una aria, pero entiendo que es algo que forma parte de la exigente instrucción que está adquiriendo en Viena. Y una, que no es de piedra, cuando oye tantos halagos del hijo adorado, no se resiste y acaba confesando el deseo que le domina:

-Hazme un nuevo retrato, cielo. Muéstrame lo que es una aria, muéstraselo a los profesores de Viena. Esta vez no podrán rechazarte, estoy segura. Tienes que luchar, hijo, tienes que luchar. Tú eres artista y tu misión es llenar de belleza este valle de lágrimas…

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