Norma Jean (y 5)


Se conduce mejor por Texas durante las primeras horas de la mañana. No conducí nunca con tanta emoción un Ashton Martin del 57. Piso el pedal hasta el fondo y noto como se tensa el pañuelo sobre mi cabeza de nuevo ensortijada de rizos platino, mientras canto “Diamonds are the best girl’s friends” a voz en grito y me rió con una carcajada repleta de lágrimas. Paso un cuarto de hora a 150 y sueño con la posibilidad de correr algún día a tal velocidad por Key Biscayne un día tórrido de junio con Albert, el preparador de Bette, y bromear junto a él recordando entre risas las rabietas de la señora. Siempre me gustó el estampado floral con sandalias a juego, hacía tiempo que no me veía tan guapa y quizás ahora sería la ocasión perfecta para saber dónde estará perdida Berenice y hacerle una visita sorpresa, agradecerle aquel último consejo –tenía razón, la Twentieth es mejor que la Columbia Pictures-, decirle que se muestre más firme con los hombres, darle un abrazo de hermana, que abandone al idiota de su marido y se venga conmigo a Honolulú a esquiar todo el día sobre las olas y no parar hasta el anochecer con la única excusa de hacer el tonto en el “Cadburys” imitando a Elvis y tocando el ukelele hasta llorar. De veras, querida, te iría a buscar donde quisieras.

Reduzco hasta noventa, sesenta, veinte, aparco en la Shell antes de entrar en Dallas y pido un mojito cargado por los buenos tiempos para mí y el muchacho de la mesa 7 que desayuna huevos con bacon antes de ponerse de nuevo en marcha rumbo a El Paso. Brindamos con energía, no se comparte una copa con Marylin todos los días, y le firmo en la gorra por la buena compañía, mientras el camarero reclama mi atención y me muestra con excitación un cuadro con una copia de las huellas de mis manos sobre el pavimento del Paseo de la Fama, y las coloco sobre el cristal que las protege y las comparo, estas mías son más grandes y hasta me parecen más sabias y me lamento de haberme inmortalizado tan temprano con esa manicura estúpida, mientras encaro la primera salida en dirección a Highland Park.

Encuentro un lugar escondido en la cafetería del Centro de Convenciones en el que puedo esperar unos minutos antes de dirigirme al “Herald”. Después del desayuno, pregunto en recepción por un teléfono y realizo una llamada. En los estantes de la barra y a lo largo de una sala de baile cuelgan banderitas con las barras y las estrellas de la Unión y, de vez en cuando, suenan en los altavoces versiones entrecortadas del himno nacional. Salgo a la calle, es un día fresco de noviembre y las escasas nubes auguran un día más bien luminoso y despejado. En las aceras ya hay bullicio de viandantes. En algunas esquinas y en la entrada de los teatros de Farmers Market algunos espontáneos entonan canciones de Mississippi y tonadas mejicanas. Desde hace algunas horas, se concentran en las paradas de autobús y de taxi, en las escaleras de los edificios oficiales, en las calzadas que circundan los parques o en las grandes explanadas de la ciudad. La mayoría son matrimonios mayores y amas de casa que ríen y bromean con alegría y cierto nerviosismo. También se ven hispanos y negros montados en motocicletas y jóvenes que repostan en las gasolineras con sombreros vaqueros. Al cruzar frente a ellos, los más distraídos me silban o me provocan con impertinencias y tonterías, Bienvenida a Dallas, Marylin, que luego disculpan como muestra de hospitalidad tejana.

Hacia las once de la mañana, me dirijo con el Ashton Martin hasta la Houston Street, pero en la penúltima bocacalle los policías reconducen el tráfico hacia Elm Street. Decido dar la vuelta a la manzana y estacionar en otra calle aledaña. Encuentro un lugar para aparcar a dos calles del “Herald” y trato de maniobrar lo más rápido que puedo cuando delante de mí me sorprende una berlina que me resulta familiar. Vacilo unos minutos en aquella calle en la que el tráfico que procede de las calles vedadas es cada vez mayor y consigo que algunos conductores airados me asedien a bocinazos. Decido, finalmente, abandonar la zona. Al salir a la Commerce Street, no puedo borrar de mi mente el Corvette del 56 de Clemmons que acabo de dejar atrás.

Cuando enfilo por Market Street, una multitud de gente ya llena las aceras enarbolando banderitas y estandartes americanos. Al acercarme al edificio del “Herald”, parte de la muchedumbre se arremolina en torno a la entrada esperando un motivo adicional de expectación. Varios furgones de la policía están estacionados a lo largo de la acera colindante a los que por momentos se les añaden otros que aguardan el paso de la comitiva oficial. A las once y cuarenta minutos, varios oficiales de policía salen del edificio del “Herald” con varias cajas precintadas, mientras van dando consignas breves sirviéndose de sus radios. Detrás de ellos, otros dos oficiales llevan esposado a Howard Hurt. Me descubro las gafas de sol y observo como al descender de las escaleras que hay frente a la entrada del local, un grupo de periodistas y fotógrafos le cortan el paso. ¿Marylin, qué Marylin? Un Hurt sudoroso y sin corbata se muestra tranquilo e incluso se concede cierta ironía, tratando de desviar la atención por el asombro, ¿Y si les dijera que la mismísima Marylin Monroe se pasea en estos momentos por Dallas con mi Ashton Martin? Los periodistas forman un pasillo que conduce a Hurt hasta el coche de policía. Sentado al lado de la ventanilla izquierda, justo antes de que arranque el vehículo, una mirada perdida de Hurt, como un alivio a la vergüenza, me descubre. En un segundo, abre la puerta con el auto ya en marcha y sale disparado en mi captura. Grita descosidamente tratando de exaltar a la multitud intrigada que espera al Presidente. Azorados por los nervios, algunos de ellos abandonan las filas y corren tras el Ashton, que huye aceleradamente. En la esquina con Houston Street, uno de los más veloces se detiene frente al guardabarros y aprovecha para fotografiarme con divertida delectación. Cuando vuelvo a acelerar, dejo atrás el hervidero de gente y me dirijo con toda negligencia a la plaza vacía tras la Corvette de Clemmons.

Cerca de Elm Street, los altavoces truenan furiosos música de melodías patrióticas que se van haciendo cada vez más estridentes. Al llegar a la plaza detrás del auto de Jack, trato de emular a James Dean y me deslizo sobre las cuatro ruedas hasta estacionar en la plaza con pericia inaudita. Al abandonar el coche, unas sirenas de la policía se acoplan a la música que lanzan los altavoces hasta conseguir imponerse a los sones militares de Sousa. Unos policías gritan desde el otro extremo de la calle, Eh, señorita, y trato de despistarles doblando por Main Street.

Al llegar corriendo a la Plaza Dealey son las doce y cuarto del mediodía. Tratando de pasar desapercibida entre el gentío, consigo, sin embargo, que  los congregados se giren y me observen unos con pasmo y otros con recelo. En la calzada, empiezan a aparecer los primeros autos de la comitiva presidencial que logran desviar de nuevo la atención de los curiosos. En medio de la excitación general, mi mente, en cambio, se relaja y deja volar su imaginación como si mi fantasía hubiera esperado aquel momento muchos meses después de mi muerte.

En el Plaza de Nueva York hay habitaciones privadas con escenarios cubiertos de flores y pesadas y untuosas cortinas en el que las damas cantan “Happy Birthday” a sus caballeros. De vez en cuando, acuden a la alcoba amigos, más conocidos que amigos, familiares, pocos, el cónyuge curioso, reporteros de lugares remotos, reunidos todos para celebrar aniversarios y fiestas de gala. Pero el festejo no deja de ser nunca algo íntimo. En el momento más emocionante, se hace el silencio. La dama se adelanta en el escenario, baja de él y sale en busca del caballero que abraza esa belleza rubia, dicen los reporteros, los invitados, gentes que no ha visto en su vida, pero que parecen conocerla de siempre.

Los sones cada vez más ensordecedores de los acordes militares me hacen salir de mi ensimismamiento y consigo incorporarme de nuevo a la excitación populosa que me rodea. De repente, un bulto metálico me roza la pantorrilla. Una náusea irreprimible me sube del estómago a la garganta al mismo tiempo que asciende el cañón de un rifle desconocido por el dorso de mi pierna. Tratarán de ser discretos en un momento como éste. Me tomarán del brazo, señorita, venga conmigo, es solo un momento, no tema, verá al Presidente. Pero alguien masculla una ofensa tras de mí. Reconozco al momento la voz juvenil que sobresalía en las tardes de tiro en el rancho. Al otro lado de la fanfarria enloquecida, difuso, casi opaco, un estertor, ¡Eliah!, se abre paso entre el tumulto. Unas enormes gafas negras de policía cubren los ojos de Jack Clemmons que parece nadar exhaustamente contra la marea humana, cuando detrás de mi hombro derecho aparece el limpio orificio, 53 milímetros, de un M14 que parece temblar antes de la batalla. Enfrente, entrando por la Dealey Square, móvil, con cierto aire de carrusel parisino, el rosa pastel de la Primera Dama, ¡puta!, es recibido entre sollozos, ¡Eliah, chico, suelta eso!, poco antes de que una extraordinaria ovación hunda de nuevo al periscopio entre la masa que aclama al Presidente.

Cuando vuelvo al escenario, sucede algo extraño. Miro a John, saluda a la gente reunida para tan magnífica ocasión. Parece alegre entre sus compatriotas y hasta bromea con mi número de diva. Pero, de pronto, tropieza con algo, trastabilla, se tambalea, pierde la sonrisa, no logra encontrar apoyo alguno y se derrumba. Cesa la ovación. Estoy a punto de caer al suelo junto a Eliah y Clemmons mientras va cayendo el telón del cumpleaños en Elm Street y aún una rendija me deja espiar en lo ajeno una escena de piedad privada sobre el capó brillante.

                                   Schwäbisch Hall, marzo de 2013

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