Norma Jean (4)
Conducí su coche hasta el rancho. Hurt
había decidido pasar la noche en el Reginald y descansar de su ebriedad en una
de las habitaciones de aquel hotel, donde también contaba con un pequeño
despacho. Apenas había cinco millas hasta el rancho de Clemmons y la carretera,
aunque solitaria a aquellas horas, obligaba a prestar una mayor atención, pues
aquellos parajes nocturnos empezaban a mostrar el hervidero de vida salvaje que
ocultaban al hostil mediodía. Al tomar la salida que llevaba a la vereda del
rancho, cambié de marcha hasta dejar el motor ralentizado. El terreno no estaba
pavimentado y traté de conducir con cuidado sobre aquel camino abrupto. De
repente, a un lado de la vía me sorprendió un gran fulgor. Al principio, solo
vi la cúspide de lo que imaginaba un extraño juego de luces que crecían y se
extinguían a un mismo tiempo. Al acercarme más, vi claramente que se trataba de
una gran pira encendida que ardía a apenas cien metros de los muros del rancho.
Me pregunté si Clemmons celebraría con los chicos alguna cena de hermandad,
peor apenas distinguí persona alguna alrededor de la gran hoguera que seguía
consumiéndose en aquella soledad.
Estacioné el Ashton de Hurt en el porche
de entrada. Me quedé un rato detenida tras los barrotes de la cancela
observando aquellas llamas. Recordé la escena final de “Las brujas de Salem”
que Ilona declamaba tan bien en el Actors Studio. Merodeé de un lado a otro del
patio tratando de encontrar un rastro de vida, pero apenas oía nada que no
fuera el ulular del viento en la alberca. Me acerqué a la cochera y tomé unos
prismáticos que pudieran ayudar a mi miopía. Al cabo de un rato, vi calcarse un
bulto que se movía con impetuosidad tras las nuevas columnas de humo blanco que
ascendían en la oscuridad. Oí los cascos de un caballo y poco después vislumbré
la cabeza oscura del animal y su crin castaña erizada por la proximidad de las
llamas. Sostenían las bridas unos guantes grises que contrastaban con la
blancura impoluta del resto de la indumentaria del jinete, que se inclinaba
junto a la hoguera para encender una delgada tea. El resplandor se avivaba con
las columnas de humo y me impidieron ver el rostro del caballero. Retiré las
lentes de mis ojos al mismo tiempo que la grupa brillante del caballo se
alejaba en lo oscuro, enarbolando una antorcha que descubría en la noche la
caperuza blanca del jinete y los últimos sones de los cascos sobre el desierto.
A las cuatro y media de la madrugada,
me sobresaltó un ruido procedente del exterior de mi habitación. Me había
quedado tendida en la cama sin haberme desnudado y apenas había dormido unas
horas. Me asomé a la ventana que daba al patio en que Clemmons solía entrenar a
los chicos. Los diez mástiles clavados en el suelo apenas se movían con el frío
viento del desierto, esperando una nueva sesión de tiro. Salí de la habitación
y encendí las luces del pasillo. Al cruzar frente a la habitación de Hurt,
recogí un sobre de papel que había caído de la cómoda. Sacié mi leve curiosidad
fijándome en la curiosa caligrafía del remitente, que firmaba Goddard con
trazos tan llamativos que parecían forzados. La deposité en un cajón y bajé a
la cocina a prepararme un café.
En el patio, un metro de hielo cubría
el suelo. Mientras me desperezaba clavando la vista en aquella enorme
desolación, encendí un cigarrillo y acerqué mis labios a la taza llena de café
hirviendo. Un impulso instintivo me llevó a abrir la cancela y cerciorarme de
la hoguera. Una súbita racha de viento me heló hasta aterirme, pero no sabría
decir ahora qué me caló más, si el frío de la mañana o comprobar que sobre el
terreno donde horas antes ardía la hoguera apenas se averiguaba el mínimo
rescoldo, ni la más leve brizna de ceniza en aquel erial gélido. Me cubrí de
nuevo los hombros con el sobretodo y traté de deshacerme de la colilla que
empezaba a arder en mis dedos. La tiré en un viejo bidón de escombros que había
al lado de los contenedores. Me asomé para curiosear en él, movida quizá por el
frío que me enervaba, cuando advertí una estampa de papel en blanco y negro
entre la runa. La desalojé del bidón temblando de nuevo con aquella imagen
arrugada frente a mis ojos. La desdoblé y la alisé cuanto pude para dar todavía
más tersura a aquella blancura infantil que inmortalizaba la fotografía. Pasé
la yema de mis dedos sobre la cara y presioné sobre una leve arruga del papel.
La niña sonreía ante el primer foco de su vida como ante un juguete más
divertido. A lo largo de una chaise-longue se tendía un cuerpo todavía
ruborizado por el desnudo, como una criatura que remoloneara antes de ir a la
escuela.
La congoja súbita no me impidió echar
a correr hacia mi habitación como si alguien me esperara allí para darme el
golpe de gracia. Solo cuando me encontré de nuevo en el pasillo del primer
piso, fui consciente de que media hora antes olvidé recoger algo que se hallaba
abandonado junto a los pies de la cómoda, otra fotografía de la que solo me
acordé por cierta lógica que me aguzara aquella otra hermana pobre a la que le
estaba reservado un peor destino. Y no sabía por qué, me preguntaba, la niña
desnuda yacía entre las piedras vencidas donde llegarían los alacranes del
veneno, mientras la otra, subida a unos tacones de raso rojo, cubierta por una
levísimo dosel de gasa con una media sonrisa cómplice y sus brazos abiertos
como alas desplegándose, besaba el suelo a dos metros del sobre que dormía en
el cajón.
Es boba, no se da cuenta de nada, una
niña caprichosa de Los Ángeles que puede apurar al máximo hasta que sea sombra
y proteste un poco. Es verdad que esta cara va a enamorar a América, no puede
quedarse oculta en cualquier fábrica de obreras, ni siquiera tras la barra de
un night-club de carretera, sería una lástima, una pérdida. Un rostro como el
tuyo, guapa, y ese cuerpo bien ejercitado reforzará la moral de toda una
nación, nos dará la confianza que necesitamos para volver a recordar lo que
somos, ¿No exageras un poco?, Tu nena está bien, Gerald, pero parece que en
cualquier momento vaya a colocar sus tetas frente al televisor de cualquier
matrimonio de Kansas, no es lo que buscamos, no por ahora, guarda esas fotos,
muchacho, quién sabe cuándo podrán darte unos grandes, no lo dudo, no tardará
mucho, ten paciencia, Tendría unos catorce años, siempre fue un encanto, dócil,
alegre y qué piel, qué huesos, nunca tendré algo tan bello entre mis brazos,
Tuviste suerte, Gerald, DiMaggio la disfrutó más ajada y para ello tuvo que
estar quince año peloteando en los Yankees, Qué me ofreces, Howard, Sobre todo
anda con discreción, los de Antidifamación no se privan ni con los muertos, Las
fotos son una maravilla, pero no pueden publicarse de momento, conoces algo, no
sé, algo digamos más clandestino…
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