Norma Jean (3)
En medio de la nada de aquel desierto
tejano, charlamos demasiado sobre mi desaparición del mundo. Jack Clemmons
bromeaba sobre la calculada crueldad de los actores de Hollywood. Conocía todos
los juegos y excesos de las estrellas y presumía de haberse topado más de una
vez con la mierda de más de un héroe del celuloide y de haber trampeado con las
reputaciones de muchos en comisarías y calabozos de madrugada.
La mañana del 5 de agosto de 1962, en
la cima de su fama, entrenado y curtido en miles de ardides y follones,
Clemmons vio su oportunidad para culminar su carrera como jefe del cuerpo de
policía de Los Ángeles de la forma más lucrativa. Después de una charla
rutinaria con sus hombres, a los que había adiestrado durante más de diez años
y que le adoraban y obedecían con fe ciega, se dirigió a mi apartamento donde
se había citado con el doctor Greenson, casi una hora después de mi muerte. El
doctor le confirmó mi huida a Saint Clements en la Matarazzo 532 con los
camareros sobornados y la tranquilidad y control con el que todo se había
llevado a cabo. Luego, Clemmons tomó el frasquito verde de barbitúricos de mi
mesita de noche, comprobó el contenido de una cápsula y realizó una primera llamada
al departamento de policía. Charló apenas cinco minutos con su fiel Filmore,
que bromeó sobre mi lencería. Elaboró un primer informe de mi defunción en el
que daba instrucciones al forense y al juez del condado para llevar mi sudario
al depósito. Media hora más tarde, se
reunió con el magistrado y con el fiscal jefe de la Corte Penal en el vestíbulo
del Chateau Marmont y acordaron convocar la primera rueda de prensa tras un
breve desayuno. Se enviaron telegramas a varias redacciones y jefes de prensa
de varias agencias de información, desde Seattle a Philadelphia. Se permitió la
entrada al hotel de varios equipos de la CBS y se grabaron las primeras
imágenes televisadas de mi apartamento. A las seis y media de la mañana, un
boletín radiado para toda la nación adelantaba las primeras informaciones.
Media hora más tarde, se ordenó acordonar la zona aledaña al piso de Brentwood
y se prohibió rigurosamente la entrada al depósito sin permiso judicial.
Siempre había soñado con retirarse en
un rancho lejos de California. Se había criado en una granja de Bakersfield
entre devotos metodistas y aprendió desde niño a montar caballos y a manejar el
rifle. Con el paso de los años, trató de huir del rigor puritano de aquella
granja después de haber asistido a un oficio con una semiautomática, que causó
el pavor entre los fieles, y empezó a explorar por su cuenta la vastedad de las
praderas. En sus frecuentes aventuras solitarias, aprendió a manejar con
soltura las Remington y a proveerse de la munición necesaria para largas
jornadas bajo el caprichoso cielo. Ganó sus primeros dólares en monterías de
búfalos y disputando reses en las ferias de ganado de Fresno. Al cabo de un
tiempo, pudo reunir el suficiente dinero y ambición como para soñar con su
propia granja. La propiedad dominaría una hoya cercana al lecho de un río donde
los preciados búfalos abrevaban en los meses del calor. Pero pronto vio
contrariadas sus expectativas. Sherman, su capataz, trató de dominar su
entusiasmo y le advirtió que la hoya era terreno vedado y que allí solían pacer
las bestias de una reserva india, que acababa de arrancar al gobernador el
solar de sus antepasados. Clemmons no se dio por vencido: consultó asesores
legales, que con más prejuicios que realismo, le persuadieron para continuar en
pleitos con los que poder arrebatar a los nativos un pedazo de lo que ya
consideraba su tierra de promisión. A pesar de sus empeños, fracasó en varios
litigios y perdió una suma importante de su fortuna en gastos procesales.
Hurt solía ironizar con sarcasmo sobre
las ilusiones juveniles de Clemmons, que, en el fondo, se aliviaba de su
frustrada aventura imaginando el ruinoso destino de un vulgar curtidor de
pieles que, al cabo, había logrado burlar. Hurt despertaba en Jack un
reconfortante optimismo. Comprobó su sinuosa magia sobre él desde el primer día
en que se encontraron en Santa Mónica, a propósito de una conferencia en la que
Hurt disertó sobre la crisis de los misiles cubanos. Hablaba con insultante
erudición y desparpajo sobre temas de enorme gravedad, como si en cada charla
dibujara con palabras las viñetas de un cómic excesivo. Clemmons se sintió
humilde ante la facundia de aquel -¿periodista, ideólogo, cazarrecompensas?-
que no sabía cómo lograba reunir energía suficiente para tomarse casi todo con
una exquisita ausencia de seriedad. Conmigo mantenía cierta reserva, pues no
quiso jamás distinguir aquella mujer vagabunda en la que me convertí de la
estrella millonaria. Cuando conseguía reunir cierta confianza, solíamos ir a
pasear por el poblado. Emergía entonces su vis provocativa y trataba de
pellizcarme contando chismes de celebridades con las que, decía, me había visto
discutir en salones de Malibú. Movido por algún secreto complejo, me invitaba a
habanos puros y a cenas caras para no desmerecer ante aquella dama que, ante
sus ojos, aún conservaba deseos irreprimibles de gloria.
Nunca creí que acabaría compartiendo
secretos con Howard Hurt en aquellas llanuras más allá de mis días de fama. Un
tipo como él no era conocido en Sunset Boulevard ni en los despachos de los
magnates. Pero, de vez en cuando, se prodigaba por los estudios intentando
convencer a los jóvenes productores de sus novelas baratas, que él mismo había
adaptado. En otras ocasiones, se prodigaba en las tertulias matutinas de Ed Gilmore
dando su punto de vista sobre distintos temas de actualidad, en las que se
mostraba polémico y visceral a un tiempo con ciertos asuntos candentes y en
ocasiones llegaba a ser despreciativo, hasta el punto de haber merecido más de
una denuncia por calumnia por distintos motivos y de diferentes agraviados. No
sé cómo salió a relucir su nombre en una conversación con Arthur una noche en
Nueva York, poco antes del estreno de una de sus últimas piezas en el
Metropolitan. No abundamos mucho en él, apenas era un nombre que seguía a otro
en aquella larga lista de personajes con los que Arthur pudo haber topado e
incluso batallado.
En cualquier caso, Hurt era un
invitado ocasional en el rancho de Clemmons. Allí, el antiguo policía había
conseguido una licencia para habilitar
un terreno baldío cercano a las cuadras del rancho en un campo de entrenamiento
en el que practicar tiro y distintas técnicas de defensa a diferentes grupos de
chavales. Algunos de ellos abandonaban el instituto antes de graduarse, hechizados
por la promesa de vida marcial que les brindaba Clemmons, que me animaba a
participar en aquellas sesiones de fusiles y escopetas cargados e incluso me
obsequió con una carabina ligera con la que iniciarme en el fogueo. Los
chavales se mofaban de mi falta de puntería y el escaso rendimiento que sacaba
de las lecciones y argumentaban con sorna que aquello no era cosa de chicas.
Hurt se incorporaba en ocasiones a aquellas sesiones espontáneas que la mayoría
de veces prosperaban más como pasatiempo que como rutina puramente académica.
Me ayudaba a tomar el cañón con la diestra, a regular el objetivo y a ejecutar
cada tiro con una dosis proporcional de impulsividad y autocontrol. Así, creía
yo con cierta envidia, habría aprendido Ava en “La reina de África” a manejarse
en todas las junglas.
Tras las sesiones, ya noche cerrada,
Clemmons solía reunirse en privado con los chavales de su regimiento. Aquellas
reuniones solían alargarse o abreviarse en función de algo que, al principio,
achacaba a las variaciones de humor de Jack. En ocasiones, el policía se
mostraba malhumorado y colérico con sus discípulos y les dictaba ciertas
instrucciones, ejercicios físicos o resolución de problemas de estrategia, que
debían cumplir puntillosamente. Parecía que solo de esa forma lograra Clemmons
despertarles un verdadero sentido militar. Hurt también participaba en aquellas
reuniones. Con mayor talante que Clemmons, discutía con los chavales sobre
cuestiones como el futuro de la nación y la vida de soldado aderezando tales charlas
con alusiones a las propias experiencias de Howard en Japón y Corea, que,
además, habían sido materia de exageradas recreaciones en episodios de sus
novelitas de ciencia ficción, que los muchachos devoraban con entusiasmo.
El hijo mayor del sheriff solía
dominar con diferencia sobre el resto de sus compañeros. Era un muchacho alto,
no muy fornido, pero de gran agilidad en la práctica de las artes marciales.
Mostrábase también muy sagaz en el planteamiento de estrategias militares,
aunque a veces le delataban sus pocas, pero ya aprovechadas lecturas de
historia bélica. Clemmons consideraba que tenia madera de cadete, pero que aún
debía dominar aquella impulsividad adolescente que a veces lo llevaba al borde
de la delincuencia. El sheriff ya se había apercibido de tales tendencias una
tarde en que sorprendió a Eliah riñendo violentamente con un muchacho negro en
la cola del cine. La situación no llegó a mayores, pues el sheriff detuvo a su
hijo en el momento en que el joven se llevó la mano al bolsillo donde guardaba
el arma que aquella tarde echó de menos su padre. Confió el muchacho a la
tutela privada de Clemmons con la condición de suministrarles armas y munición
suficiente para los entrenamientos rutinarios. Los disparos estallaban sobre
aquel silencio limpio y recogido sobre sí mismo del rancho solitario y, cada
vez más, crecía en los chavales una camaradería especial que les reclamaba una
misión de mayor alcance más allá de aquel desierto.
Los jueves me acercaba al pueblo a
recoger el correo de la semana. Aquel acto me llenaba de divertida curiosidad,
pues una vez lejos de Saint Clements me deleitaba en averiguar si alguien, más
allá de John o la madre O’Connor, hubiera decidido sorprenderme por
correspondencia. La mayoría de veces, dos o tres cartas llenaban la casilla del
apartado de correos, casi todas para Clemmons. Al menos dos veces por semana,
compensaba la falta de correspondencia periódica conversando telefónicamente
con John. Se lamentaba de haber abandonado precipitadamente el convento
irlandés tras mi tercer aborto y se reprochaba una y otra vez su
responsabilidad en una especia de vida errante y solitaria que él se imaginaba
y que yo contribuía a reforzar con ciertas muestras de autocompasión. Aquellas
conversaciones telefónicas se alargaban los fines de semana con alegre
negligencia. Solía telefonear desde el Hotel Reginald, donde el señor Casey, permitía
generosamente que me colgara del hilo durante horas. Aquel jueves de noviembre
fue especial. John había confirmado una visita a Texas para el día siguiente,
algo oficial, dos actos ridículos y lograría tiempo para una cita tras el
almuerzo.
Al acabar la conferencia, solía
encontrar a Hurt en el hall tomando la primera copa de la noche del sábado. Al
sorprenderle, erguía reflejamente su tronco curvado sobre la mesa y me
obsequiaba con el primer whisky. No pocas veces lo encontraba trabajando,
dándole vueltas a una idea sobre la que escribir o que incorporar a aquel
numeroso conjunto de borrones que acumulaba en sus papeles. Sin pecar de
aquella superstición que acosaba a Capote o Mailer, tan reacios a mostrarme los
escritos en los que trabajaban, Hurt se apresuraba en narrarme sus proyectos y
hasta me pedía sugerencias. Escribía para el “Herald” de Dallas reportajes y
crónicas políticas. Aquella noche daba sus últimos vistazos a una columna sobre
los disturbios raciales en Alabama. Me preguntó mi opinión sobre las
movilizaciones por los derechos civiles, charlamos otro tanto sobre la
desigualdad social y Hurt vindicaba una y otra vez el resquemor de los sureños.
Norma, decía, las estrellas no vivís en este mundo, carecéis de opinión. Sois
como dioses impasibles del Olimpo, y al decir esto alargaba las trémulas
vocales y se sonreía con afectada y lastimosa provocación.
La mañana del cinco de agosto de 1962,
dos horas después de mi muerte, Howard Hurt participó en la primera rueda de
prensa que organizó Clemmons, el juez del condado y el fiscal jefe. Como era
habitual en él, Hurt trabajaba a destajo en varias tareas. Aquella mañana había
informado al alcalde y al gobernador de los primeros informes policiales que
había elaborado el equipo de Clemmons. Al poco tiempo, con una celeridad y
resolución admirables, se puso en contacto con varios medios de Washington y
Nueva York, con los que tenía contactos privilegiados, y consiguió surtirlos
con distintas versiones del suceso. En apenas unos días, creó la propaganda de
mi suicidio, una ilusión factible, sorprendente en un primer momento, pero ya
asentada con morbosa dedicación en el corazón de todos los americanos.
La tarea no fue tan ardua como podía
creer en un principio. A lo largo de la mañana, logró predicar el dogma mórbido
por las portadas de todos los rotativos, de los boletines radiofónicos, así
como en los círculos oficiales y en los despachos de Hollywood con tal
facilidad que Hurt se percató enseguida que para la mayoría de la gente, sobre
todo para mis más fervientes admiradores, aquella noticia era poco menos que
una buena nueva, más que una broma de mal gusto; que estaban dispuestos a
derramar lágrimas sin esfuerzo para lamentar mi muerte como meses atrás
hubieran hecho para alegrarse de mis apariciones públicas. Y que, al final,
tras el trabajo de duelo consumado, no hubieran sido más felices viéndome de
nuevo frescamente resucitada como siendo testigos de la última palada de tierra
que cubriera mi sepultura en el Westwood Village.
Hurt se sentía el principal
responsable de aquel dolor colectivo. Después de todo, sus dotes como novelista
barato habían producido al fin poderosos y decisivos efectos en todo el mundo.
Los resultados no tardaron en llegar. Aquella noche, Hurt compartió conmigo su
alegría de adaptar pronto una de sus novelas al cine. Trató de que yo
participara de su efusividad, me halagó varias veces, lamentándose de que yo no
pudiera ser la heroína de sus aventuras y empezó a criticar el ego de la Taylor
y la mediocridad de Audrey Hepburn, la hipocresía ramplona de la Academia hasta
excitarse al calor de cuestiones políticas, mientras sacaba a relucir su
ojeriza a Castro y a los soviéticos, la necedad de la “casta” de Washington y
la tibieza de la Casa Blanca. Pero, ¿qué sabíamos las estrellas de todo
aquello, si una cara bonita, Norma, nos hace olvidar casi todo?
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