Norma Jean (2)


Cuando desperté, hacía ya 21 minutos que el doctor Greenson me había asesinado. Junto a mi cama, dos bolsas de basura contenían cientos de mechones de mi melena rubio platino que aún no habían recogido los camareros sobornados. En la cómoda, una camisa blanca ribeteada, una falda hueso plisada y zapatos negros de tacón plano me recordaron la última conversación con el doctor, sus llamadas a una voluntad mayor, más esmerada, menos ingenua, a una mayor dignidad, Norma.

Sin embargo, fue ponerme los leotardos aquella mañana de agosto y darme cuenta al instante de que había renunciado con alguna ligereza a los retiros de Hallow Springs, donde hubiera dormido hasta tarde y engordado a placer, por las tapias y las esteras del convento de Saint Clements, Oración y ayuno ocasional. Te hará bien, reina.

El “Washington Post” velaba mi cadáver. Las radios y los televisores tensaban la Unión de este a oeste. Las amas de casa lloraban y se olvidaban de besar a sus maridos antes de que estos se marcharan a trabajar tarareando “Love me tender” y chasqueando piadosamente la lengua. Una muerte sórdida daba vida a sus alianzas por primera vez en mucho tiempo, ¿No sabes, mi amor, que te quiero más que nunca?

Consulté el reloj. Montgomery Clift me esperaría a las diez en “Kabuki”, 127 de Marion Street. Estaría allí, pero yo no llegaría jamás. Leería entonces el “New York Times” -no lo hacía nunca antes de haber desayunado- y comprendería entonces mis retrasos interminables durante el rodaje de “Misfits”, el viaje relámpago a Washington, la sexta toma con los caballos desbocados y aquella salud hipócrita de Clark, que aguantaría el tiempo justo para cumplir el contrato. Empezaría a reírse con descaro, a beber una y otra vez de su Bourbon, jugaría con sus gafas, se mordería las uñas. Luego el berrinche. Me han dejado solo.

Cerré la puerta de la Matarazzo 532. No volvería a ver una en mucho tiempo. En adelante, tendría que conformarme con los ojos vidriosos de la madre O’Connor, que me aguardaban tras la cancela de aquel convento de monjas irlandesas que me recogería para amonestarme con dulzura. El zapato crepitó en la grava. Mi mano se acopló a la blandura de la mano de la madre O’Connor y sonrió solo un poco más hasta que sus fláccidos pómulos se acostaron en los párpados. Me besó al mismo tiempo que la cancela giró velozmente sobre sus goznes, que solo protestaron al final de su vuelo hasta el cerrojo. Tengo una sorpresa, querida.

Acercaban sus oídos a mi vientre intentando sorprender algo, mientras movían sus ojos de un lado a otro con un conato de alegría que se concretaba en sonrisa y se volvía a disipar. Una detrás de otra se turnaban como colegialas su porción de disfrute de aquella sorpresa que contenía mi seno y que despertaba más alborozos y cuchicheos que los filmes de Julie Andrews con los que cada sábado celebraban mis semanas de clausura. Las más audaces posaban la palma de sus manos sobre mi incipiente barriga. Las más tímidas, apenas levantaban la vista al cruzarse frente a mí, o se sonreían para disculpar su torpeza y se llevaban la mano a la boca con sonrojo, como si hubieran visto a la Magdalena. ¿Duele?

Entonces encontré en mi celda un pequeño billete franqueado que descansaba en mi cama. Tras el desayuno, las monjas trabajaban en los distintos rincones del convento o se solazaban con labores de jardinería entre los pequeños setos de boj del claustro. En el centro, una fuente de alabastro surtía su agua solo en aquella hora en un gran plato labrado con cenefas de distinto tamaño. Allá solía sentarme a leer algunas mañanas. Había agotado ya los primeros episodios de “Retrato de una dama”, pero no lograba encontrar razón alguna a la desdicha de la protagonista. Leía emocionada las siguientes líneas, consciente de que aquel entusiasmo nacía no tanto de la novela de James como del billetito blanco franqueado que guardaba en mi chaqueta de lana, cerca del ombligo. Me preguntaba absurdamente cómo hubiera sido mi vida en el Boston del siglo pasado, con otros padres y en otro ambiente bien distinto al del Hawthorne de mi niñez. Truman se hubiera reído de mí tras sus enormes gafas oscuras, Eres una criatura adorable.

Estaba olvidando aquella vida de antes de mi muerte, recuperando serenidad entre octavas y oraciones. Estaba muerta para el mundo y nadie llegó hasta mi celda, sino quien yo más quería. Me lo imaginaba tan alto y apuesto como lo imaginaba cada americano. Era honesto e inteligente, capaz de bondad y amor. Odiaba la guerra, procuraba la justicia. Antes del desayuno, en el refectorio, entonábamos a coro alabanzas al Señor, cada una con su mejor voluntad. Luego, al recogerse allí todo el silencio del claustro, la madre O´Connor desalojó la sala con un amén. Me quedé en mi lugar. Sentí un extraño, pero placentero agotamiento. No encontré mejor momento para hablar con él. Me acordé del doctor, pero pronto olvidé aquella reminiscencia. Desdoblé el billete, una línea mecanografiada. Mis mejores deseos de recuperación. Stop. Vuelvo pronto. Stop. Besa tu vientre. Stop. John.

En el centro del claustro, la fuente ya no arrojaba su agua. Iba llegando al final de la novela y me desesperé. Me acordé de nuevo del doctor y su asesinato premeditado. Abrí la boca con un beso mudo. I wanna be loved by you, just you, and nobody else but you.

Sucedió rápido. La madre O’Connor hubiera dicho que fue todo fruto de la vanidad del mundo. En el cine-club de aquella aldea perdida de Arizona, alguien propuso dedicarle el ciclo de aquella semana a Marilyn. Me azoré y sentí algo cercano al miedo por primera vez tras mi muerte. De un lado al otro de la galería del pequeño local, colgaban aquellas fotos que me hiciera Rizzo años atrás. Sentí de repente una punzada de rencor contra el autor de aquel pequeño sabotaje en aquel villorrio perdido. Me acordé de Willy, de Strasberg, de él, sí, de Strasberg, su suficiencia irritante en aquellas sesiones de fotografía que se alargaban hasta altas horas de la madrugada entre discusiones violentas y amenazas reprimidas. Mi curiosidad por aquel local, que exhibía mi cadáver exquisito con tanto descaro, me llevó a asomarme a su interior sin atreverme a acceder a él. Unos cuantos parroquianos charlaban con tedio o se entretenían con el póquer rebajado, cual su ajenjo, en una de las pocas mesas de aquel tugurio. La madre O´Connor corroboró que todo había sido poco menos que vanidad, mientras el doctor me exploraba con escrúpulo. Uno de ellos levantó la vista entre aquellos derrotados, unos ojos vivos y corrosivos que parecían delatarme. Yo sentía que el pánico afloraba y me paralizaba para que aquel borracho pudiera hurgar hasta el fondo de mi cuerpo donde el doctor se afanaba en encontrar algo. No podía moverme de allí, esperaba ansiosa una palabra de aquel tipo, un gesto de valentía y sinceridad por su parte. El doctor se secó el sudor y se lavó las manos en la palangana niquelada. Se encendieron dos cigarrillos. Luego, me subió en su coche. Mientras fumaban, hablaban sin motivo de DiMaggio. La madre O’Connor no pudo evitar un estremecimiento. Hasta los campeones tuvieron malos días. Se confundía. No se confundía. Salimos a la carretera. Salió de la celda. Pedí discreción, respeto, piedad. La madre O’Connor se acercó a mi cama. Un Corvette del 56 me llevó en volandas por la estatal. Me alzó la barbilla con dos dedos amarillos. Sonrió. La madre suspiró. Lo siento, niña, no fue esta vez.

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