Ravel. Ida. Bolero

He aquí el Bolero. Lo escuchamos de nuevo tras algún tiempo de voluntario olvido. Los primeros compases nos recuerdan absurdamente aquellas horas de lecciones de música de nuestra infancia, e inopinadamente le concedemos un voto de cortesía. Sabemos vagamente lo que viene después. Lo tarareamos distraídamente. No es una pieza musical arisca ni despierta en nostros el desdén o el reproche inmediato; dejamos, pues, que siga sonando. Y suena ahora como cuando antes..., pero no, no exactamente como recordamos: algo nuevo sale a nuestro encuentro.
 
¿Recibimos o añadimos? ¿Es obsequio de un repentino buen oído para la música o es una generosa dote, un añejo poso de nuestra fruición madurada? Sea lo que fuere, mientras va dilatándose la línea melódica, en esta nueva audición del Bolero sentimos irresistiblemente la necesidad de oponer algo físico, algún cuerpo vivo hasta el frenesí a esta plemar orquestal que se deleita en sí misma. Queremos hacerla topar con lo humano encendido, sacudido, enamorado y subyugar esta hermosa y original abstracción que se cruza frente a nosotros, merodea, se pavonea, nos echa un vistazo y sigue su camino, despreocupada, falaz, arrogante. Entonces hace aparición en la oscura escena un bulto desafiante.
 
La horizontalidad musical se une ahora a un tronco humano del que pronto brotan unos brazos espirales, unas manos nervudas tan pronto contraídas como ramificadas, una testa descoyuntada y los pilares yertos y desatados que forman las extremidades sosteniendo tal conjunto levantado en armas. Ida Rubinstein llena el espacio y el Bolero ya no es únicamente sucesión, crescendo vivificante; ahora también fosforece cual aureola para el codicioso cuerpo danzante que asalta y embiste cada espacio con una fiebre desmedida. El silencio y el vacío, aniquilados por momentos.
 
Al cabo del colofón exagerado, de nuevo el vacío y, con él, la necesidad de límites. Ida se fue. ¿Quién la recuerda ya? Y aún más, ¿quién acierta a otorgar a esta rusa meridional su importancia en la génesis y razón del propio Bolero de Maurice Ravel?
 
Vuelve a sonar en nuestra habitación el Bolero y su inconfundible oscilación progresiva. Sentimos de nuevo una nostalgia de cuerpo, de ritmo y volumen para esta pieza a ratos banal y a ratos soberana. Pero nadie le reta a un duelo.Y el Bolero sigue sonando una vez más como antaño solo, ufano, suficiente.
 
Imagen: Retrato de Ida Rubinstein, Valentin Serov, 1910

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Fiesta (y 10)

La Fiesta (9)

La Fiesta (8)